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Horacio Quiroga
 

Pero no hallaba a Díaz Vélez. Hasta que un medio día, en el momento en que iba a cruzar la caile, lo vi en Artes. Caminaba hacia el norte, mirando de paso todas las vidrieras, sin dejar pasar una, como quien va pensando preocupado en otra cosa. Cuando lo distinguí yo había sacado ya el ple de la vereda. Quise contenerme, pero no pude y descendí a la calle, casi con un traspié. Me dí vuelta y niré el borde de la vereda, aunque estaba bien seguro de que no había nada. Un coche de plaza guiado por un negro con saco de lustrina pasó tancerca de mí que el cubo de la rueda trasera me rozó el pantalón. Detúveme de nuevo, seguí con los ojos las patas de los caballos, hasta que un automóvil me obligó a saltar.

Todo esto duró diez segundos, mientras Díaz continuaba alejándose, y tuve que forzar el paso. Cuando lo sentí a mi certisimo alcance todas mis inquietudes se fueron para dar lugar a una gran satisfacción de mí mismo.

Sentíame en hondo equilibrio. Tenia todos los nervios conscientes y tenaces. Cerraba y abría los dedos en toda su extensión, feliz. Cuatro o cinco veces en un minuto llevé la mano al reloj, no acordándome de que se me había roto.

Díaz Vélez continuaba caminando y pronto estuve a dos pasos detrás de él. Uno más y lo podía tocar. Pero al verlo así sin darse ni remotamente cuenta de mi inmediación, a pesar de su delírio de persecución y sicologías, regulé mí paso exactamente con el suyo. ¡Perseguido! ¡Muy bien!... Me fijaba detalladamente en su cabeza, sus codos, sus puños un poco de fuera, las arru gas transversales del pantalón en las corvas, los tacos, ocultos y visibles sucesivamente. Tenía la sensación verti-