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Los Perseguidos
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ginosa de que antes, millones de años antes, yo habia hecho ya eso: encontrar a Díaz Vélez en la calle, seguirlo, alcanzarlo y una vez esto seguir detrás de é!—detrás. Irradiaba de mi la satisfacción de diez vidas enteras que no hubieran podido nunca realizar su deseo: ¿Para qué tocarlo? De pronto se me ocurrió que podría darse vuelta, y la angustia me apretó instantáneamente la garganta.

Pensé que con la laringe así oprímida no se puede gritar, y mi miedo único, espantablemente único, fué no poder gritar cuando se volviera, como si el fin de mi existencia debiera haber sido avanzar precipitadamente sobre él, abrirle las mandíbulas y gritarle desaforadamente en plena boca contándole de paso todas las muelas.

Tuve un momento de angustia tal que me olvidé de ser él todo lo que veía: los brazos de Díaz Vélez, las piernas de Díaz Vélez, los pelos de Díaz Vélez, la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la trama de la cinta del sombrero de Díaz Vélez, la urdimbre de la urdimbre de Díaz Vélez...

Esta seguridad de que a pesar de mi terror no me había olvidado un momento de él, me serenó del todo.

Un momento después tuve loca tentación de tocarlo sin que él sintiera; y en seguida, lleno de la más grande felicidad que puede caber en un acto que es creación intrinseca de uno mismo, le toqué.el saco con exquisita suavidad, justamente en el borde inferior—ni más ni menos. Lo toqué y hundí en el bolsillo el puño cerrado.

Estoy seguro de que más de diez personas me vieron. Me fijé en tres: Una pasaba por la vereda de enfrente en dirección contraria a la nuestra, y continuó su camino dándose vuelta a cada momento con divertida extrañeza. Llevaba una vallja en la mano, que giraba de punta hacia mí cada vez que el otro se volvía.

La otra era un revisador de tranvía que estaba