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Horacio Quiroga
 

parado en el borde de la vereda, las piernas bastante separadas. Por la expresión de su cara comprendí que antes de que yo hiciera eso ya nos había observado. No manifestó la mayor extrañeza ni cambió de postura ni movió la cabeza, siguiéndonos, eso sí, con los ojos. Supuse que era un viejo empleado que habia aprendido a ver únicamente lo que le convenín.

El otro sujeto era un individuo grueso, de magnífico porte, barba catalana y lentes de oro.. Debia haber sido antes dueño de una casa mayorista. El hombre pasaba en ese instante a nuestro lado y me vió hacer. Tuve la seguridal de que se había detenido. Efectivamente, cuando llegamos a la esquina díme vuelta y lo ví inmóvil aún, mirándome con una de esas extrañezas de hombre honrado, trabajador y enriquecido que obligan a echar un poco la cabeza atrás con el ceño arrugado. El individuo me encantó. Dos pasos más adelante volvi el rostro y me reí en su cara. Vi que contraia más el ceño y se erguía dignamente como si dudara de ser el aludido. Hicele un ademán de vago disparate que acabó por desorientarlo.

Seguí de nuevo, atento únicamente a Díaz Vélez. Ya habíamos pasado Cuyo, Corrientes, Lavaile, Tucumán y Viemonte. La historia del saco y los tres mirones había sido entre estas dos últimas. Tres minutos después llegabamos a Charcas y allí se detuvo Díaz. Miró hacia Suipacha, columbró una silueta detrás de él y se volvió de golpe. Recuerdo perfectamente este detalle: durante medio segundo detuvo la mirada en un botón de mi chateco, una mirada rapidisima, preocupada y vago al mismo tiempo, como quien fijn de golpe la vista en cualquier cosa, a punto de acordarse de algo. En seguida me miró a los ojos.

—¡Oh, cómo le va—me apretó la mano, soltándomela velozmente. —No había tenido el gusto de verlo después de aquella noche... ¿Venía por Artes?