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Horacio Quiroga
 

ceptible, siguió alternativamente un rato la punta de mis zapatos y me lanzó a los ojos una fugitiva mirada de soslayo.

—¡Hum!.. ya empieza—pensé: Y mis ideas en perfecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de posición y entrechocarse vertiginosamente. Hice un esfuerzo para rehacerme y me acordé súbitamente de un gato plomo, sentado inmóvil en una silla, que yo había visto cuando tenía cinco años. ¿Por qué ese gato?... Silbe y callé de golpe. De pronto sonéme las narices y tras el pañuelo me reí sigllosamente. Como había bajado la cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que los ojos. Y con ellos atisbé a Díaz Vélez, tan seguro de que no me vería, que tuve la tentación fulminante de escupirme precipitadamente tres veces en la mano y soltar la carcajada, para hacer una cosa de loco.

Ya estábamos en La Brasileña. Nos sentamos en la diminuta mesa, uno enfrente de otro, las rodillas tocando casi. El fondo verde nilo del café daba en la cuasi penumbra una sensación de húmeda y luciente frescura que obligaba a mirar con atención las paredes por ver si estaban mojadas.

Díaz se volvió al mozo recostado de espaldas y el pano en las manos cruzadas, y adoptó en definitiva una postura cómoda.

Pasamos un rato sin hablar, pero las moscas de la excitación me corrían sin cesar por el cerebro. Aunque estaba serio, a cada instante cruzábame por la boca una sonrisa convulsiva. Mordíame los labios, esforzándome—como cuando estamos tentados—por tomar una expresión natural que rompía en seguida el tic desbordante. Todaa