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Horacio Quiroga
 

¡Pero a qué diablos se refiere! Es posible que me equivoque, pero no sé... Es muy posible que me equivoque. no hay duda!

—No se trata de que haya duda o que no sepa: lo que le digo es esto. y voy a repetirlo claro para que se dé bien cuenta: ¡se e—qui—vo—ca com—ple—ta—men—te!

Esta vez Diaz me miró con atenta y jovial atención y se echó a reir, apartando la vista.

—¡Bueno, convengamos!

—Hace bien en convenir porque es así—insisti, siempre la cara entre las manos.

—Creo lo mismo se rió de nuevo.

Pero yo estaba seguro de que el maldito individuo sabia muy bien qué le queria decir con eso. Cuanto más fijaba la vista en él, más se entrechocaban hasta el vértigo mis ideas.

—Di—az—Vé—lez—articulé lentamente, sin arrancar un instante mis ojos de sus papilas. Díaz no se volvió a i, comprendiendo que no le llamaba.

—Di—az—Vé—lez—repetí con la misma imprecisión extrana a toda curiosidad, como si una tercera persona invisible y sentada con nosotros hubiera deletreado su nombre.

Díaz pareció no haber oído. Y de pronto se volvió francamente; las manos le temblaban un poco.

—Vea! me dijo con decidida sonrisa.—Seria bueno que suspendiéramos por hoy nuestra entrevista... Usted está mal, y yo voy a concluir por ponerme como usted.

Pero antes es útil que hablemos claramente, porque si no no nos entenderemos nunca. En dos palabras: usted y Lugones y todos me creen persegnido. ¿Es cierto o no?

Seguía mirándome en los ojos, sin abandonar su sonrisa de amige franco que quiere dilucidar para siempre malentendidos. Yo había esperado muchas cosas, menos ese valor. Díaz me echaba, con eso sólo, todo su juego