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Horacio Quiroga
 

farsante que me argite, al loco bruto y desconfiado! Y me habia visto detrás de él por las vidrieras! Sentía otra vez ausi profunda de provocarlo, hacerle ver claro que él comenzaba ya, que desconfiaba de mí, que cualquier día iba a querer a hacerme esto.

Estaba solo en mi cuarto. Era tarde ya y la casa dormía: no se sentía en ella el menor ruido. Esta sensación de aislamiento fué tan nitida que inconscienteinente levanté la vista y miré a los costados. El gas incandescente iluminaba en fría paz las paredes. Mirė el pico y constaté que no sufría las leves explosiones de costumbre. Todo estaba en pleno silencio.

Sabido es que basta repetirse en voz alta cinco o siete veces una palabra para perderle todo sentido y verla convertida en un vocablo nuevo y absolutamente incomprensible. Eso me pasó. Yo estaba solo, solo, sulo... ¿Qué quiere decir solo? Y al levantar los ojos a la pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que me miraba.

Dejé un instante de respirar. Yo conocia eso yu, y sabia que tras ese comienzo no está lejos el erizaiento del pelo. Bajé la vista prosiguiendo mi carta, pero vi de reujo que el hombre acababa de asomarse otra vez. ¡No era nada, nada! lo sabía bien. Pero no pude conteverme y miré bruscamente. Había mirado: luego estaba perdido.

Y todo era obra de Díaz; me había sobreexcilado con sus estúpidas persecuciones y lo estaba pagando. Simulé olvidarme y continué escribiendo; pero el hombre estaba allí. Desde ese instante, del silencio alumbrado, de todo el espacio que quedaba tras mis espaldas,