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Horacio Quiroga
 

En el fondo de mi sacudida recordé instantáneamente sus miradas anteriores: ¡él oia en el techo la voz que lu insultaba, pero el que lo perseguia era yo! Quedébale aun suficiente discernimiento para no ligar las dos cosas, sin duda...

Tras su congestión. Diaz se había puesto espantosamenta púlido. Arrancóse al fin al techo y permaneció un rato inmóvil, la expresión vaga y la respiración agitada.

No podía estar más allí; eché una ojeada al velador y vi el cajón entreabierto.

En cuanto me levante— pensé con angustia—ne va a matar de un tiro». Pero a pesar de todo esto me puse de pie, acercandome para despedirmie. Díaz, con una brusca sacudida, se volvió a mí. Durante el tiempo que empleé en llegar a su lado su respiración suspendiose y sus ojos clavados en los míos adquirieron toda la expresión de los de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta en mira.

— Que se mejore, Díaz...

No me atreví a extender la mano; mas la Razón es cosa tan violenta como la Locura, y cuesta horriblemente pe:derla. Volvió en sí y me la dió él mismo.

—Venga mañana, hoy estoy mal...

—Yo creo...

—No, no, venga; ivenga!— concluyó con imperativa angustia.

Sali sin ver a nadie, sintiendo, al hallarme libre y recordar el horror de aquel hombre inteligentisimo peleando con el techo, que quedaba curado para siempre de gracias sicológicas.

Al día siguiente, a las ocho de la noche, un muchachio me entregó esta tarjeta: