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Los Perseguidos
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A la mañana siguiente fuí a almorzar con Lugones y' contéle toda la historia—serios esta vez.

—Lástima; era muy inteligente.

—Demasiado—apoyé, recordando.

Esto pasaba en Junio de mil novecientos tres.

—Hagamos una cosa me dijo aquél.—¿Por qué no se viene a Misiones? Tendremos algo que hacer por allá.

Fuimos, y regresainos a los cuatro meses; él con toda la barba, y yo con el estómago perdido.

Díaz estaba en un Sanatorio. Desde entonces — la crisis a que asistí duró dos dias—no había tenido nada. Cuando fuí a visitarlo me recibió efusivamente.

—Creia no verlo más. ¿Estuvo afuera?

—Sí, un tiempo... ¿Vanios bien?

—Perfectamente; espero sanar del todo antes de fin de año.

No pude menos de mirarlo.

—Sí — se sonrió.— Aunque no siento absolutamente nada, me parece prudente esperar unos cuantos meses.

Y en el fondo, desde aquella noche no he tenido ningua otra cosa.

—¿Se acuerda?...

—No, pero me contaron. Dabería de quedar muy gracioso desnudo.

Nos entretuvimos un rato más.

—Vea—ne dijo seriamente al despedirnos—. Voy a pedirle un favor: Venga a verme a menudo. No sabe el fastidio que me dan estos setores con sus inocentes cuestionarios y trampas... Lo que consiguen es agriarme, suscitándome ideas de las cuales no quiero acordarme. Estoy seguro de que en una compañía un poco más inteligente me curaré del todo.