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Horacio Quiroga
 

Cosa extraña: Díaz se puso serio y me lanzó una fria mirada hostil.

—Se puede saber por qué me lo pregunta?

—¡Porque hablábamos justamente de eso!—le respondi sorprendido. Mas seguramente el hombre había visto su ridiculez porque se disculpó en seguida efusivumente:

Perdóneme. No sé qué cosa rara me pasó. A veces he sentido así, como una fuga inesperada de cabeza... Cosas de toco agregó riéndose y jugando con la regla.

—Completamente de loco— bromeé.

—Y tanto! Sólo que por una ventura me queda un resto de razón. Y ahora que recuerdo, aunque le pedi perdón—y le pido de nuevo—no he respondido aún a su pregunta. Mi amigo no sicologa més. Como ahora es intimamente cuerdo no siente como antes la perversidad de denunciar su propia locura, forzando esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio... ¿verdad?

Es bien claro.

—¡No mucho—me permití dudar.

—Es posible—se rió en definitiva.—Otra cosa muy de loco!—Me hizo una guiñada, y se apartó sonriente de la mesa, sacudiendo la cabeza como quien calla usi muchas cosas que podrían decirse.

Lugones volvió y dejamos nuestro tema—ya agotado, por otro lado. Durante el resto de la visita Díaz habló poco, aunque se notaba claro la nerviosidad que le producía a él mismo su hurañía. Al fin se fué. Posiblemente trató de hacerme perder toda mala impresión con su afectuosísima despedida, ofreciéndome su apellido y su casa con un sostenido apretón de manos lleno de cariño. Lugones bajó con él, porque su escalera ya oscura no despertaba fuertes deseos de arriesgarse solo en su oblicuidad.