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cho en unos jacalitos de tierra y tule que se hallaban cerca de la finca principal, y que se destruían y se volvían á edificar en otra parte cuando lo exigían las necesidades de la labranza.

El rancho nada tenía que llamase la atención. Los ranchos y los indios todos se parecen. Una vereda angosta é intransitable en tiempo de las lluvias, conducía á una casa baja de adobe mal pintada de cal, compuesta de una sala comedor, dos recámaras y un cuarto de raya. La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de yerbas, lo que en el campo se llama una cocina de humo con sus dos metates, una olla grande vidriada para el nixtamal, dos ó tres cedazos para colar el atole y algunos jarros y cántaros. Se guisaba en tres piedras matatenas, y el combustible lo ministraban los yerbajos y matorrales que rejuntaba un peón en el cerro.

En el comedor había un tinajero con la bajilla que se componía de una variedad de platos, vasos, tazas y pocillos de todos tamaños y colores, interpolados con muñecos de cera y naranjas secas, doradas y benditas, restos del monumento del curato del pueblo. En un rincón un caballete con la silla de lujo del amo, el machete y las armas de agua en la cabeza y la manga con dragona de terciopelo verde en los tientos, una mesita de madera blanca bien limpia, y media docena de sillas de la calle de la Canoa.

En el corral, grande, rodeado de una cerca de adobe, y con media yara de polvo y estiércol que se liquidaba como un puré al primer aguacero, se encontraba un pozo y una pileta, y vagando sucios y greñudos y muy gordos dos caballos, media docena de yeguas muy fla-