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hija del administrador de la hacienda de los Ahuehuetes, la tía del mayordomo de la hacienda de Aragón, y no faltaban á ocasiones las sobrinas de algún canónigo de la colegiata de Guadalupe.

En esos casos D.ᵃ Pascuala abría una enorme caja de madera blanca, con tres cerrojos que tenía al pié de su cama y sacaba unos platos de china, unos vasos dorados de Sajonia, cuatro ó cinco cubiertos de plata y los manteles con randa y bordados de su mano. La mesa se agrandaba con otra mesita, y en el corral y cobertizo que servía de cocina, se ponían en actividad los anafes que en tiempo ordinario sólo servian para hacer el chocolate. Un peón se enviaba con anticipación en un burro al pueblo, y volvía con las arganas cargadas con pan, bizcochos, fruta, carne, chicharrón, chorizos, longaniza y recaudo. El almuerzo y comida eran de chuparse los dedos, porque D.ᵃ Pascuala, sobria y poco cuidadosa en el diario, se portaba cuando se trataba de obsequiar á sus visitas como buena discípula del santo cocinero. Ya se vé, que nada de raro, ni de misterioso tenían estas gentes, por el contrario, eran de lo más vulgares y lo que de ellas decían era pura invención.

Del heredero del trono azteca, diremos una palabra. El, como principe azteca, como niño de un porvenir real, nada sentía, estaba inconsciente de su grandeza y de su alto destino. Cuando no lo obligaba D.ᵃ Pascuala á estudiar, pasaba su tiempo ó en el cerro cogiendo lagartijas, sapos y catarinas, de las que tenía una abundante colección, ó en el corral montándose en los burros y mulas. En la noche caía rendido; entre sueños engullía sus frijoles y muchas veces se quedaba vestido en su cama. D.ᵃ Pascuala no quitaba el dedo del renglón.