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44 LOS BANDIDOS

ban de noche en los bajos fangosos de los potreros cercanos, porque no tenían con qué pagar los derechos á la parroquia de Santa Ana á donde tal vez pertenecía el pueblecillo. Ni el cura de esa parroquia ni de ninguna otra, les había instruído en la religión católica, ni sabían lo que era rezar ni leer, y hablaban su idioma azteca y poco y mal el español, y conservaban también poco las tradiciones de sus usos antiguos y de su religión, y de lo moderno no conocían ni adoraban más que á la Virgen de Guadalupe.

En el estrecho cuartito de la bruja, vivía otra de mucho menos edad que ella. Todos los varones del pueblecillo, como la mayor parte de los indios, tenían el nombre de José, y las mujeres el de María, con alguna añadidura. Apellido ninguno, probablemente muchos ni bautizados estaban. A las dos mujeres les llamaban las dos Marías, pero para distinguirlas á la mayor le decían Maria Matiana, á la menor María Jipila, sin saberse por qué aplicaban á la otra este segundo dictado. Sea que el indio viejo que se conocía por José Sebastián fuese uno de esos naturales naturalistas y hechiceros de raza, ó sea porque las dos Marías, que eran parientas, tuviesen una vocación para la botánica, el caso es que se dedicaron á recoger plantas y á estudiar sus virtudes terapéuticas haciendo experiencias entre los perros y las gentes del pueblo primero, y más adelante entre los vecinos del barrio de Santa Ana, y los muchos arrieros de que los mesones estaban llenos siempre. Mientras una continuaba el comercio de los mosquitos, la otra extendía sus excursiones á lejanas tierras, como quien dice, pues los potreros inundados de Aragón, las llanuras salitrosas de Guadalupe, no le suministraban suficientes elementos. Se les veía, ya