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greso su legislatura local, para los asuntos locales, de modo que después de más de cincuenta años volvimos a caer fatalmente en una situación análoga a la que parcialmente determinó la caída del Presidente Rivadavia.

De la actual situación de derecho, se desprende que el Presidente, como autoridad suprema de la ciudad Estado de Buenos Aires, está con respecto a los demás gobernadores de Provincia, en la misma relación que el obispo de Roma, o sea el Papa, con los demás obispos. Es un funcionario que, además de las funciones propias de su Estado particular, ejerce otras, las principales, que alcanzan a todos los ámbitos del territorio nacional.

Para conciliar la creencia errónea de que la Capital federal debía ser necesariamente una gran ciudad, con el mejor deslinde y funcionamiento de las instituciones federativas y con las razones en cierto modo estratégicas que el problema involucró en su tiempo, acaso quien mejor barruntó fué el doctor Velez, cuando como Senador de la República presentó un proyecto de ley declarando Capital al pueblo de San Fernando. Es de creer que si ese proyecto hubiera prosperado, el Gobierno Nacional se habría concretado a su misión de representar a la Nación como entidad, de auscultar en la quietud y silencio de un núcleo de población pequeño los ruidos del país, no ahogados por el estrépito de una gran urbe y de velar por el mantenimiento y pureza de los principios constitucionales, desentendiéndose así de las funciones gubernativas de la ciudad Estado. En cuanto es dable prever no se alterará el peso específico de la ciudad argentina de Buenos Aires con relación al resto del país, y, por consiguiente para corregir los errores y corruptelas de nuestro federalismo, debe acudirse a un largo y lento aprendizaje, cambiando rumbos en la enseñanza del derecho constitucional.

Refiere Brackenridge que pasaron muchos meses antes que un mejicano ilustrado, don José de Rojas (refugiado en Nueva Orleans, donde falleció en 1811), se convenciera de