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que la teoría del gobierno americano, una vez que le fué explicada, podía realmente ponerse en práctica, y yo he pasado muchisimos años alimentando ideas muy confusas al respecto. Gracias al autor citado he podido emanciparme de prejuicios que me fueron inculcados desde la cátedra, originados por la creencia que nuestros constituyentes habían hecho una obra perfecta, cuando en realidad se limitaron a traducir y traducir mal la Constitución de Estados Unidos.

Ya se ha mencionado la identidad de las dos declaraciones de Independencia y ahora se puede trazar el paralelismo de los dos manifiestos con que ambos Congresos defendieron ante las naciones la justicia de su causa, para entrar luego, cada uno por su lado, a formular y sancionar una Constitución. Aquí encontramos el escollo que separó el curso de las dos corrientes, pues, mientras Estados Unidos, al cabo de ocho años de marchar a tumbos regidos por los Artículos de la Confederación, sancionaron su actual constitución, nosotros tardamos cuarenta y seis años para hacer lo mismo, en el transcurso de los cuales se dictaron cuatro cartas fundamentales. Pero si bien se mira, no hay Constitución de 1819, de 1826, de 1853 o de 1860, sino la norteamericana que fué la primera en el mundo y que, en rigor, tampoco fué una creación de sus autores, en cuanto ellos no modelaron caprichosamente la sociedad política, sino que como en un mapa anatómico y fisiológico del cuerpo humano, trazaron los órganos y funciones de una persona de existencia invisible, el Estado. El corazón había latido y la sangre circulado desde los orígenes de la vida, sí; pero fué el descubrimiento de Harvey que abrió horizontes vastos e inesperados a la ciencia médica.

Los constituyentes norteamericanos, en el fondo, se limitaron a constatar que en el organismo del cuerpo político hay tres clases de funciones, a saber: legislativas, ejecutivas y judiciales, independientes, al mismo tiempo que compensadas entre sí. Ellas regulan la vida, exactamente