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ner su imperio en las masas incultas, por medio del pavor religioso.

Aquí, conviene advertir que, si bien antes eran conocidas las doctrinas norteamericanas entre nosotros, por contadas personas, desde principios de 1816, se habían popularizado los escritos de Paine y la Historia y la Constitución de Estados Unidos. Esto se desprende del testimonio de Brackenridge cuando relata que, en conversación familiar con un hombre, que sin nombrarlo, califica como uno de los más inteligentes del país, entre otras declaraciones interesantes, obtuvo la siguiente: «No fuimos espectadores indiferentes de vuestra pasada guerra con Gran Bretaña y observamos que vuestro sistema confederado opuso grandes obstáculos para que hiciérais la guerra con eficacia; varios de vuestros Estados casi se rehusan a unirse y el gobierno general parecía impotente para contener una unión de vuestra fuerza y recursos».

Esta transcripción demuestra que siempre estuvo presente en la mentalidad argentina, el cuadro de las instituciones norteamericanas, aunque se le ofrecieran borrosos muchos de sus detalles. Era natural, por otro lado, que declarada su independencia, el país que, sin contar los disturbios internos, sostenía dos guerras: una en la frontera del Alto Perú y la otra para la liberación de Chile y Perú, y además, estaba amenazado de una tercera por la ocupación portuguesa de la Banda Oriental, se preocupara de aparecer ante el mundo como una entidad orgánica, con un «comando único» que le permitiese concentrar y emplear mejor toda su fuerza.

En consecuencia, se sancionó la Constitución de 1819, clasificada de unitaria, erróneamente a mi juicio, porque aparte la falta de claridad y lógica de su texto para declararla tal, su sólo título de «Constitución de las Provincias Unidas en Sud América», demuestra que se reconocían y mantenían las entidades provinciales. Esta Constitución facultaba a los pueblos del Estado, luego que con-