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currieran por medio de sus representantes, para pedir en en la primera legislatura una reforma; pero Santa Fe y Entre Ríos (en donde se habían hecho sentir la influencia maléfica y los recursos de Artigas), animadas por la inteligencia inquieta del desdichado José Miguel Carrera, rechazaron la Constitución y se lanzaron en la guerra civil que trajo consigo el desmoronamiento del sistema colonial en 1820, a que siguieron en Buenos Aires los memorables gobiernos sucesivos de Rodríguez y Las Heras.

Entretanto, la guerra que venía incubándose desde 1817 por la ocupación portuguesa, se hizo inevitable con el imperio del Brasil que se había separado de su antigua metrópoli, cuando Lavalleja invadió la Cisplatina en 1825, y como le respondiera el país en masa, se reunió el Congreso que declaró la independencia de la Provincia Oriental incorporándola simultáneamente a las Unidas del Rio de la Plata.

Las mismas razones que determinaron la sanción de la Constitución de 1819, hicieron que el Congreso General Constituyente nombrara a Rivadavia, Presidente de la República en Febrero de 1825, y que, once meses más tarde, dictara la Constitución de la República Argentina, que como la de 1819, tampoco era unitaria. En efecto, reconocía las entidades provinciales y creaba en cada una un Consejo de Administración, elegido por el pueblo, con las mismas atribuciones que hoy tienen las legislaturas provinciales, y además elegían gobernador, pero no directamente sino sometiendo una terna de nombres para que el Presidente designara uno entre ellos. Esto último fué precisamente un gran tropiezo, pues, si bien los caudillos locales no corrían gran riesgo, individualmente, de ser excluidos de las lernas, ciertamente lo corrían de que el Presidente no los nombrase, aplicando la sentencia del Dean Funes: «una larga servidumbre acaba por imponer la resignación; de la resignación nace la bajeza de las costumbres».

No obstante llevar las firmas de Francisco de la Torre