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—A cien kilómetros trasciende su olor a soldados.

—Y todos tienen una manera singular de estrecharnos entre sus brazos. Debe ser una costumbre nacional.

—Cuando yo era aún muy pequeñita, un soldado estuvo en mi casa y me dijo...

Cleopatra.—Señoras, no tenemos tiempo de entregarnos a los recuerdos.

—Yo sólo quería decir que aquel soldado...

Cleopatra.—Juno, pequeña, no podemos ocuparnos de tu soldado; tenemos ahora otros en que pensar... ¿Qué haremos, pues, queridas amigas? Voy a proponeros una cosa...

(En este momento se acerca a las mujeres Verónica, a quien ha despertado el ruido de las voces. Es una mujer entrada en años y flaquísima.)

Verónica. (Interrumpiendo.)—¿Dónde están? ¿Por qué se han ido tan lejos? Quiero que se acerquen. No puedo vivir lejos de ellos. Quisiera ver al picaruelo que me ha traído en sus brazos. Exhalaba un olor delicioso a soldado. ¿Dónde está?

Cleopatra.—Mírale, con la boca abierta.

Verónica.—¡Me voy con él!

Cleopatra.—¡Detenedla! ¿Es posible, Verónica, que ya hayas olvidado a tu pobre marido?

Verónica.—Juro amarle eternamente al pobrecito; pero... ¿por qué no estamos con los romanos? Parecéis turbadas. ¿Qué pasa?... Si no queréis ir a buscarlos, deben venir ellos aquí. No deben ser orgullosos...