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de sus actuales patrias con recuerdos venerandos.

Acerca de ambos fundamentales motivos podemos y debemos hacer dos importantísimas manifestaciones.

Una de ellas es que España tolera hoy y respeta, como cumple á todo pueblo civilizado que rinde culto al derecho de gentes, cualesquiera prácticas religiosas. Cierto es que nuestras grandes ciudades, Madrid, Barcelona, Sevilla, no ostentan ese testimonio cosmopolita que se observa en París, Londres, Berlín, Viena, Constantinopla, donde la iglesia griega, con sus refulgencias y alegrías deslumbradoras, la sinagoga con sus líneas orientales, y el templo protestante con su austera sobriedad, coexisten en culta compañía con las iglesias apostólico-romanas, y constituyen ese conjunto de fraternidad y tolerancia que ya por sí expresa la más sentida y hermosa oración que se puede elevar al padre común de la siempre desventurada y dolorida humanidad. Pero si esto no existe, efecto de nuestro escasísimo carácter cosmopolita, en España hay ya muchas capillas evangélicas que practican su culto tranquilas y confiadas, al amparo de nuestra ley constitucional, y como existen éstas pueden existir los templos de otros cultos, cualesquiera que ellos sean.

La segunda manifestación es que el ilustre Mar-