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toda la fuerza de un espantado, y que luégo por el camino, y fuera de todo peligro, se podria saber por menor del muchacho lo que pasaba.

—Con efecto,-le dijo;-véte delante; y vámonos con él,-dijo á las mujeres.

Y los cuatro volvieron atras. Tomando aprisa hácia la iglesia, atravesaron su plazuela, donde por fortuna no habia aún alma viviente; entraron en una callejuela que atravesaba entre la iglesia y la casa de D. Abundo, se metieron por el primer atajo, y siguieron su camino por medio de los campos.

No habian andado cincuenta pasos cuando empezó á acudir gente, aumentándose por momentos; mirábanse unos á otros; cada uno tenía cien preguntas que hacer, y ninguna respuesta que dar. Los que llegaron primero, corrieron á la puerta de la iglesia, y la encontraron cerrada; se dirigieron entónces al campanario, y uno de ellos acercó la boca á una especie de tronera, diciendo:

—¿Qué diablos hay? Cuando Ambrosio oyó voz conocida, soltó la cuerda de la campana, y notando por el murmullo que se habia juntado mucha gente:

—Voy á abrir,-contestó.

Púsose de cualquier manera los calzones, que hasta entónces habia tenido debajo del brazo, y por la parte de adentro abrió la puerta de la iglesia.

—¿Qué alboroto es este?-preguntaron muchos;-iqué hay? ¿qué ha sucedido?

—¿Cómo qué hay?-dijo Ambrosio teniendo con una mano una hoja de la puerta, y sosteniéndose con la otra los calzones.-¿Cómo? ino lo saben ustedes? Hay gente en casa del señor Cura. ¡Animo, muchachos, á ellos! Todos se dirigieron entónces á casa de D. Abundo: miran, se acercan en tropel, vuelven á mirar, aplican el oido, y no hallan novedad alguna. Otros van á la puerta de la calle, y la encuentran cerrada y atrancada; miran arriba, y no ven ventana alguna abierta ni oyen el menor ruido.

—Hola! ¿Quién está ahí dentro?-gritan;-jseñor Cura! ¡señor Cura! Don Abundo que, vista la fuga de los invasores, se habia retirado de la ventana, y acababa de cerrarla, estaba en aquel momento batallando en voz baja con Perpetua por haberle dejado solo en aquel peligro; cuando oyó que el pueblo le llamaba, tuvo que asomarse de nuevo å la ven-