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la turba en el cocral, llega 3 la puerta del piso bajo, y la halla tambien desquiciada. Unos llaman á Inés, otros á Lucfa, y otros al peregrino. «Sin duda Estéban lo habrá soñado, dicen algunos.-No por cierto, responden otros, que los vió tambien Cárlos y Andrés.» Vuelven á llamar al peregrino, á Inés y á Lucía; y como nadie responde, se persuaden de que se las han llevado. Hubo entónces varios que, levantando la voz, propusieron que se siguiese á los ladrones, diciendo que era una iniquidad, y seria una deshonra para el lugar si cualquier bribon pudiese impunemente llevarse las mujeres, lo mismo que el milano se lleva los pollos en una era descuidada. Aquí hubo nueva consulta, y más tumultuosa; pero uno, que nunca se supo quién fué, esparció la voz de que Inés y Lucía se habian puesto en salvo en otra casa. Difundióse rápidamente la especie, y como adquiriese crédito, ya nadie volvió á hablar de perseguir á los fugitivos; con lo que se diseminó la turba, retirandose cada uno á su casa. Por todas partes se oia bullicio, llamar y abrir las puertas, parecer y desaparecer luces, mujeres á las ventanas preguntando, y gentes respondiendo desde las calles. Vueltas éstas á su antigua soledad, continuaron las conversaciones en las casås, y murieron entre bostezos para empezar de nuevo al dia siguiente; sin embargo, no hubo más hecho sino que aquella mañana, estando el cónsul en el campo, apoyado en su azadon, cavilando acerca de los acontecimientos de la noche anterior, y discurriendo qué cosa en razon de sus atribuciones le locaba hacer, vió venir hácia él dos hombres de gallarda presencia, ricamente puestos, aunque parecidos en lo demas á los que cinco dias ántes acometieron á D. Abundo, cuando no fuesen los mismos; los cuales con ménos ceremonia que entónces le intimaron que si deseaba morir de enfermedad, se guardase bien de dar parte al Podestá de lo ocurrido, de decir la verdad en el caso que fuese preguntado, y de tener babladurías y fomentarlas entre los aldeanos.

Mucho tiempo caminaron aprisa y en silencio Lorenzo, Inés y Lucia, volviéndose ya uno, ya otro para ver si álguien los seguia, molestando á los ires la fatiga de la fuga, la incertidumbre en que se hallaban, el sentimiento del mal éxito de la empresa, y el temor confuso de un peligro aún no bien conocido. Afligialos todavía más el toque contínuo de la campana, que, disminuyéndose al paso que se alejaban, paracia más lúgubre y de peor agüero. Cesado por fin et campaneo, y hallandose nuestros fugitivos en paraje s0-