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litario y silencioso, acortaron el paso, y fué Inés la primera que, cobrando ánimo, rompió el silencio, preguntando á Lorenzo cómo habia salido la cosa, y á Mingo, quién diablos eran los que habia en su casa. Contó Lorenzo brevemente su historia; y vueltos luégo los tres al muchacho, refirió éste circunstanciadamente el aviso del padre Cristóbal, y dió cuenta de lo que él mismo habia visto, y del riesgo que habia corrido, lo que confirmaba demasiado aquel aviso. Comprendieron los oyentes más de lo que pudo decirles Mingo: estremeciéronse al oir aquella relacion; se pararon un momento en medio el camino, y se miraron unos á otros como espantados. Luégo con unánime impulso acariciaron al muchacho, tanto para darle lácitamente las gracias por haber sido para ellos un ángel tutelar, como para manifestarle la lástima que les causaba, y en cierto modo pedirle perdon de lo que por ellos habia sufrido y del peligro en que se habia visto.

—Vuélvete, pues, á casa,-le dijo Inés,-para que tus gentes no estén con cuidado.

Y acordándose de la promesa de las dos monedas, le dió cuatro, añadiendo:

—Vaya, pide á Dios que nos veamos presto.

Lorenzo le dió tambien una berlinga, encargándole que nada dijese de la comision del padre Cristóbal, y Lucía le acarició de nuevo, le saludó afectuosamente, y el muchacho enternecido se despidió de todos, tomando el camino de su casa. Los tres entónces prosiguieron pensativos el suyo, las dos mujeres adelante, y Lorenzo detras como para escoltarlas. Iba Lucía agarrada del brazo de su madre, y evitaba con blandura el auxilio que el mozo le ofrecia en los malos pasos de aquel camino extraviado, avergonzándɔse entre sí, áun en medio de tales apuros, de baber permanecido tanto tiempo sola y tan familiarmente con él, cuando esperaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Pero disipando ya desgraciadamente aquel lisonjero sueño, se arrepentia de baberse excedido tanto; y entre los infinitos motivos de temor, temblaba tambien, no por efecto de aquel pudor que nace de la certeza del mal obrar, sino de ciertos recelos desconocidos semejantes al miedo del muchacho que tiembla en la oscuridad sin saber qué es lo que teme.

—Y nuestra casa?--exclamó Inés de pronto.

Pero por muy justo que fuese el cuidado que arrancaba aquella exclamacion, nadie contestó, porque nadie podia darle una respuesta satisfactoria. De esta manera conti-