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-Antes que os marcheis,-dijo el padre,-dirijamos nuestras súplicas al Señor, para que sea con vosotros en este viaje, y siempre, y sobre todo para que os dé fuerza y voluntad de querer lo que él quiere.

Dıciendo esto, se arrodilló en medio de la iglesia, y todos hicieron lo mismo. Despues de haber rezado algunos instantes en silencio, pronunció el Padre en voz sumisa, pero elara, una plegaria en que todos le acompañaron, implorando la divina misericordia en favor del que era la causa principal de aquel trastorno, y. pidiendo á Dios que le tocase el corazon para que se convirtiera.

Levantándose despues aprisa, dijo:

—Vaya, hijos; no hay que perder tiempo: Dios os guie, y el ángel de la guarda os acompañe: adios.

Y miéntras ellos se iban con aquella conmocion que no pueden expresar las palabras, y que se manifiesta sin elias, añadió el Padre con voz de enternecimiento:

—Me da el corazon que presto hemos de volvernos á ver.

Y sin aguardar respuesta, se retiró apresuradamente.

Salieron los viajeros, y fray Facio cerró la puerta, despidiéndolos tambien él con voz algo alterada.

Dirigiéronse, pues, los tres å la orilla indicada, vieron el bote, y dada la señal, se embarcaron en él. Cogiendo el barquero dos remos, y bogando luego á dos brazos, se largó hácia el lado opuesto.

No corria viento alguno, estaba el lago como una balsa de aceite, y hubiera parecido inmóvil, á no ser por el ligero y trémulo ondear de la luna, que desde lo alto del cielo reflejaba en él como en un espejo: oiase sólo el suave y lento murmullo de las olas que lamian el quijo de la orilla: más léjos el ruido del agua que se estrellaba en los pilares del puente, y los golpes compasados de los remos que cortaban el agua, salian goteando y volvian á sumergirse. Las ondas que cortaba el bote, reuniéndose detras de la popa, dejaban señaiada una raya que se iba separando de la orilla. Silenciosos los pasajeros, con la cara vuelta al punto que abandonaban, miraban las montañas y el país iluminados por el resplandor de la luna y variados de trecho en trecho por medio de grandes sombras.

Divisábanse las aldeas, las casas y hasta las cabañas.

Descollando el palacio de D. Rodrigo con su torre chata sobre el miserable caserío amontonado en la falda del cerro, despertaba la idea de un hombre feroz que de pié en las tinieblas, al lado de unos compañeros dormidos, ve-