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igual á la del convento; jamás se trataba de paseo, y quitaba hasta el único motivo de salir á la calle una tribuna que caia á la iglesia inmediata. La sociedad era para ella más triste, niás pequeña y ménos variada que el convento.

En cuanto anunciaban una visita, tenía Gertrudis que retirarse á un cuarto con algunas dueñas, y alli tambien comia en los dias de convite. Los criados seguian en su conducta y discursos el ejemplo de sus amos, y Gertrudis, que por inclinacion hubiera querido tratarlos con familiaridad señoril y desembarazada, se hubiera dado entinces por muy satisfecha con que le hubiesen hecho como de igual á igual alguna demostracion de benevolencia, y bajándose .á veces á mendigarla, se veia Ibumillada hasta el punto de que la correspondiesen con una indiferencia notable, aunque acompañada de un insignificante obsequio de formalidad.

No se dejó, sin embargo, de advertir que un pajecillo muy diferente de los demas criados la trataba con cierto respeto y compasion de un género particular. El continente de aquel jovencillo era lo que Gertrudis hasta entónees habia visto más parecido y más análogo al órden de cosas y al modelo de los personajes ideales que, como hemos visto, se habia fraguado en su imaginacion. Notóse por grados algo de nuevo en sus acciones, una tranquilidad y una inquietud distintas de las que ántes manifestaba, y un modo de conducirse igual al de una persona que habia encontrado alguna cosa que le interesaba, y á la cual apetecia mirar á cada instante, sin que otras la viesen. Con esto estuvieron siguiéndola de cerea sin perderla de vista: y héte aquí que una de aquellas camareras y dueñas la sorprendio una madrugada en el mromento en que á hurtadi- İlas doblaba una carta que le hubiera valido más no eseribir. Despues de muchos tirones y esfuerzos por una y otra parte, la carta quedó en manos de la dueña, y de alli pasó å las del Principe. No es posible describic el terror de Ger-.

trudis al oir los pasos de su padre, de un padre como aquel, sobre todo, irritado, y además conociéndose ella misma culpada. Pero cuando le vió con aquel ceño y con la carta en la mano, hubiera querido estar no sólo en el convento, sino siete estadios debajo de tierra. Las palabras no fueron muchas, pero terribles, y el castigo que se le impuso por el momento fué el de estar encerrada en aquel cuario bajo la vigilancia de la vieja que hizo el descubrimiento; pero ésta no era más que una providencia interina, y por las apariencias no se podia dudar que la