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cipe llamó aparte á su hija, y le habló en estos términos:

—Ea, Gerirudis, ayer te portaste muy bien, y hoy debes superarte á tí misma. Se trata de hacer tu entrada pública en el convento y en el país en donde has de hacer el primer papel. Ya te aguardan (es excusado decir que el Príncipe habia avisado á la Abadesa el dia ántes); ya te aguardan, y todos tendrán los ojos puestos en tí. Dignidad y desembarazo. La Abadesa te preguntará, por pura formalidad, qué es lo que quieres: debes responder que pides ser admitida á tomar el hábito en aquel convento en donde has sido educada con tanto esmero y amor, y has recibido tantos favores, en lo que no dirás sino la verdad. Cuidarás de pronunciar estas palabras con soltura y desembarazo, para que no se diga que te las han apuntado, por no saber hablar tú sola. Aquellas buenas madres ninguna noticia tendrán de lo ocurrido, pues ese es un secreto que debe estar sepultado en la familia. Sobre todo, cuidado con no poner una cara afligida que pueda infundir algunas dudas.

No desmientas tu sangre: modestia, buenos modales; pero sin olvidar que allí, å excepcion de tu familia, nadie hay superior á tí.

Sin aguardar respuesta echó á andar el Príncipe, y lo siguieron su esposa, Gertrudis y su hermano. Bajaron todos la escalera, y se meticron en el coche. Las molestias y los contratiempos del mundo, y la vida tranquila y feliz del claustro, principalmente para las jóvenes de alla nobleza, fueron los argumentos de toda la conversacion durante el viaje. Estando ya próximo el pueblo, repitió el Principe las instrucciones á su hija, con especialidad la fórmula de la respuesta. Al entrar en la ciudad, se le anubló á Gertrudis el corazon; pero la distrajo momentáneamente cierto número de caballeros, que, mandando detener el coche, arengaron al Principe con no sé qué especie de cumplimientos. Continuando luégo el camino, se dirigieron más lentamente al convento entre las miradas de los curiosos que en gran número acudian de todas partes. En cuanto paró el coche delante de aquellas paredes, se encogió más todavía el corazon de Gertrudis, la cual se apeó con los demas, entre dos filas de curiosos que los criados iban apartando; y como todos los ojos estaban puestos en ella, se veia la pobre en la precision de componer con estudio su semblante; pero de lodos aquellos ojos juntos, ningunos la reprimian tanto como los de su padre, á los cuales, por más que los temiera, no podia dejar de volver los suyos á cada instante. Atravesado el primer patio, entraron en el