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que iba dando traspiés con un pesado saco de harina encima, y todos se apartaban para franquearle el paso.

—Yo me escurro,-decia otro á media voz á su compañero:-conozco el mundo y sé cómo van estas cosas. Ves la bulla que meten ahora esos badulaques? pues mañana 6 al otro dia los verás todos metidos en sus casas, llenos de miedo. Ya he visto yo ciertos pajarracos atisbando y haciendo la ronda: éstos todo lo notan, ven quién está y quién no está, y cuando cesa el alboroto se ajustan las cuentas, y el que paga paga.

—Quien protege á los panaderos,-grita uno con voz tan retumbante que llamó la atencion de Lorenzo,-es el Director de las provisiones.

—Todos son unos pícaros,-decia otro.

—Si; pero él es el jefe,-replicaba el primero.

—Picaros, sí, picaros;-exclama otro:-ipuede llegar á más la iniquidad? han tenido hasta la avilantez de decir que el gran Canciller es un viejo chocho, para desacreditarle y mandar ellos solos.

—Pan? ¿eh?-decia uno que iba muy de prisa:-no era mal pan por cierto; guijarros como puños; piedras de á libra que caian como granizo. ;Qué de cabezas, qué de costillas rotas!... En mi casa quiero yo verme.

Entre semejantes discursos que aturdieron más que informaron á Lorenzo, llegó éste por fin delante del horno.

Como la gente iba á ménos, pudo contemplar á su gusto eaquel destrozo de paredes, ventanas y puertas.

—A la verdad,-dijo para sí,-que esto no es muy bueno.

Si desbaratan de esta manera los hornos, ¿en dónde querran cocer el pan? En los pozos? De cuando en cuando salian de la casa algunos con tablas y sillas rotas, con pedazos de artesones y de bancos y otras cosas semejantes, y gritando, «apartarse, señores,»

pasaban entre la gente, dirigiéndose todos á un mismo punto. Deseoso Lorenzo de ver tambien qué historia era aquella, siguió á uno que, despues de haber hecho un grande atado de astillas y tablas rotas, se lo echó al hombro, t0- mando como los demas la calle que va por el lado septentrional de la iglesia mayor, y se llama de las Gradas, por más que ántes habia y ya no existen.

Por más gana que tuviese el serrano de ver lo que pasaba, no pudo ménos de detenerse un momento mirando con la boca abierta de arriba abajo aquel inmenso edificio; apresuró luégo el paso para alcanzar al que iba delante, volvió la esquina, dió tambien un vistazo å la fachada de la