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cejas, y extendiendo los brazos, empujaba con los puños, como si quisiese impedir que se abriese la puerta. Finalmente, como desesperado, se dejaba caer, y como aturdido, aguardaba la muerte.

Hallábase Lorenzo esta vez en lo más apretado de la bulla; no porque le hubiese llevado allf el impetu de la muchedumbre, sino porque él mismo se habia metido expresamente en ella. A la primera propuesta de sangre, se le heló de horror la suya; pero en cuanto al saqueo, no se determinaba á resolver si en aquel caso sería bien 6 mal hecho: de todos modos le horrorizó desde luégo la idea de un asesinato; y aunque, por aquella funesta docilidad con que los ánimos exaltados suelen creer lo que otros exaltados aseguran, estaba Lorenzo persuadido de que el Director de las provisiones era un malvado, como si estuviese impuesto å fondo de lo que aquel infeliz habia hecho, omitido y pensado; sin embargo, acudió de los primeros con la firme intencion de salvarle.

Con este objeto estaba ya cerca de la puerta que de mil maneras se trataba de hacer trizas. Unos con piedras machacaban l'os clavos de la cerradura; procuraban otros trabajar más en regla con formones, martillos y palancas, y otros con piedras puntiagudas, cuchillos despuntados, clavos, y hasta con las uñas, se esforzaban por romper la pared y abrir una brecha. Los que no podian obrar con las manos, animaban á los demas con los gritos; pero al mismo tiempo impedian con la apretura el trabajo, que entorpecia por otra parte el desordenado conato de los mismos trabajadores: así, por un beneficio de la Providencia, sucede á veces en el mal, que sus más activos fautores son un impedimento para su ejecucion.

Al primer aviso que tuvieron del alboroto los magistrados, enviaron á pedir auxilio de tropas al castillo, que entónces se llamaba de puerta Giovia, y su Gobernador despachó inmediatamente un piquete; pero por el tiempo que se empleó en enviar el aviso, en expedir la órden, en reunir la gente, en ponerse en camino y en la marcha, llegó la tropa cuando ya la casa estaba para ser invadida, é hizo alto á cierta distancia. El oficial que la mandaba no sabía qué partido tomar. La mayor parte de los alborotadores se reducia á vagabundos y gentuza desarmada de ambos sexos y de todas edades. A las intimaciones que se les hacian de separarse, sólo contestaban con un confuso murmullo sin moverse. El hacer fuego contra aquella chusma le parecia al oficial cosa, no sólo cruel, sino muy aventu-