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-No,-contestó Lorenzo meneando la caheza;-esto no es conmigo; quiero lo que es mio; daré razon de mis acciones, pero venga mi carta y mi dinero.

—Quiero hacerte ver que me fio de ti; toma, y despacha,-dijo el Escribano, sacando del pecho con un suspiro, y entregando las cosas embargadas á Lorenzo, el cual entre dientes decia:

—Arre allá! como siempre andais entre ladrones, parece que entendeis algun tanto el oficio! Faltábales á los esbirros la paciencia; pero el Escribano los contenia con los ojos, diciendo para sí:

—-Si llegas á meter dentro los piés, te aseguro que las bas de pagar todas, y con creces.

Miéntras Lorenzo se ponia el gaban y tomaba el sombrero, el Escribano hizo señal á uno de los esbirros para que marchase delante por la escalera; siguió detras el preso, luego el salélite, y, por último, echó á andar él despues de todos. Así que llegaron á la cocina, miéntras Lorenzo decia «gy este bendito posadero dónde se ha metido?» el Escribano hizo otra señal á los dos esbirros, los cuales agarraron el uno la mano derecha de Lorenzo, y el otro la izquierda, y en un abrir y cerrar los ojos le ataron las mumuñecas con cierto instrumento, por la hipócrita figura retórica llamado manillas. Consistian éstas (sentimos descender á particulares impropios de la gravedad histórica, pero así lo requiere la claridad) en un cordelito algo más largo que la circunferencia de una muñeca de un hombre, y que remataba en dos palitos á manera de muletillas. Ei cordelito ataba la muñeca del preso, y los pedacitos de madera, pasando entre el dedo medio y el anular del esbirro, le quedaban en el puño, de manera que retorciéndolos apretaba á su arbitrio la atadura, con lo cual no sólo tenía el medio de asegurar al preso, sino tambien el de martirizar al que se resistiera, para cuyo efecto el cordelito estaba regularmente lleno de nudos.

Lorenzo brega y forcejea gritando:

—¿Qué traicion es esta? ¡A un hombre de bien!...

Pero el Escribano, que para cada infamia tenía sus palabritas suaves, decia:

—Ten paciencia; todas son formalidades indispensables; nosotros no podemos tratar á la gente seguu nuestro buen corazon: si no hiciésemos lo que nos mandan, estaríamos frescos, peor que tú, y asi ten por Dios paciencia.

Miéntras de este modo hablaba el Escribano, retorcieron los dos esbirros el cordelito, y Lorenzo se sosegó