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alzando el Gaoilan su manaza con el pañuelo, le dijo con la mayor dulzura que pudo:

—Vaya, estáte quieta, que será mejor para tí. No tratamos de bacerte mal; pero si no callas, nosotros te baremus callar.

—iDejadme! iquiénes sois vosotros?... A dónde me llevais? ¿por qué me habeis detenido? dejadme, dejadme.

—Te repito que no tengas miedo. Ya no eres una niña, y bien debes conocer que no queremos hacerte mal. įNo ves que si fuera mala nuestra intencion, ya te hubiéramos podido matar cien veces?

—No, no, dejadme que me vaya mi camino. Yo no os conozco.

—Nosotros te conocemos á tí.

—Ay, Virgen bendita! ¡Dejadme ir por amor de Dios! ¿quiénes sois vosotros? ¿por qué me habeis preso?

—Porque nos lo han mandado.

Quién, quién ha podido mandároslo?

—jChiton!-dijo el Gavilan con ceño.-A nosotros no se nos preguntan esas cosas.

Otra vez intentó Lucía arrojarse de improviso á la portezuela; pero viendo que era inútil, acudió de nuevo á las súplicas, y con el rostro inclinado y las mejillas bañadas en lágrimas, la voz interrumpida con los sollozos, y las manos juntas delante de los labios, decia:

—jAy de mi! jdejadme marchar por amor de Dios! ¡por los dolores de María Santísima, dejadme marchar! ¿Qué mal he hecho yo? Yo soy una infeliz que á nadie he hecho daño. El que me habeis hecho os lo perdono de todo corazon, y rogaré á Dios por vosotros. Ši teneis una hija, una esposa ó una madre, reflexionad lo que sufriria si se hallase en mi lugar. Acordaos que todos hemos de morir, y que un dia deseareis que el Señor use con vosotros de misericordia. Dejadme ir, 6 dejadme aquí, que el Señor hará que encuentre mi camino.

—No podemos.

—No podeis? Y por qué? ¿A dónde quereis llevarme?

—No podemos decirlo: todo es inútii. No tengas miedo; ningun daño te hemos de hacer. Estáte quieta, y nadie te tocará.

Angustiada Lucía, desalentada y llena de terror al ver que sus palabras no producian efecto alguno, se dirigió al que tiene en sus manos el corazon de los hombres, y puede cuando quiere enternecer á los más endurecidos.

Acurrucóse, pues, en el rincon del coche, cruzó los brazos