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peracion; pero el Cardenal, con voz grave como su inspiracion, contestó diciendo:

—¿Qué ha de hacer de vos? muestra de su poder y de su bondad: quiere sacar de vos una gloria que no pueden otros proporcionarle. De que el mundo clame contra vos, de que todos detesten vuestra conducta... (conmovióse el caballero, y quedó un instante admirado al oir aquel lenguaje para él tan nuevo, y más admirado de que, léjos de moverle á cólera, le proporcionase alivio) qué gloriaprosiguió el Cardenal-resulta á Dios? Aquellas son voces de terror, de interos, áun acaso de justicia, y por desgracia quizá alguno de envidia de ese desgraciado poder, de esa hasta hoy despreciable tranquilidad de espíritu; pero cuando os decidais á reprobar vuestra conducta, á acusaros á vos mismo, entónces sí, entónces será Dios glorificado. Y me preguntais qué puede hacer Dios de vos? ¿Quién soy yo, hombre miserable, para poder deciros de antemano qué es lo que el Señor puede sacar de esa impetuosa voluntad, y de esa imperturbable constancia, cuando él mismo la haya inflamado en amor, esperanza y arrepentimiento? Y quién sois vos para creer que puede por sí solo imaginar y hacer cosas más grandes en el mal, que Dios no pueda hacer que las quiera, y obre en el bien?... Y el perdonar vuestras culpas? gy ei salvaros? ¿y cl cumplir en su persona la obra de la redencion? ¿No son cosas magnificas y dignas de su grandeza? Pensadlo bien, y reflexionad si un pobre hombre como yo, un miserable, y al mismo tiempo tan lleno de mí mismo, me apuro tanto por vuestra salvacion, que por ella daria con placer (el Señor lo sabe) lo8 pocos dias de vida que me restan; reflexionad, digo, cuánta debe ser la caridad de Aquel que ine inspira la mia tan imperfecta, aunque tan ardiente. '¡Reflexionad cuán grande será el amor que os tiene Aquel que me infunde el que yo os profeso, y está devorando mis entrañas! A medida que estas palabras salian de la boca del Cardenal, su cara, sus miradas, sus gestos y todo acompañaba sus conceptos. El rostro del caballero, que ántes estaba como alterado y convulso, quedó poco despues como atónito é inmóvil, disponiéndose para una conmocion más profunda y ménos angustiada. Sus ojos, que desde la infancia no conocian el llanto, se arrasaron en lágrimas, y apénas cesaron las palabras, cuando se cubrió con las manos la cara, y prorumpió en un copioso llanto, que fué como la última y más decisiva respuesta.

—jDios grande! ¡Dios bueno!-exclamó el Cardenal le-