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| eion, entre la cual no dejaba de traslucirse el genio adusto y el carácter altivo. Súpose luégo que á muchos de los concurrentes les ocurrió lo de Isaías: Iban á los mismor pastos el lobo y el cordero, y pacerán juntos el leon y el uey. Venía detras D. Abundo, de quien nadie hizo caso.

Llegados al medio de la sala, entró por otro lado el mayordomo del Cardenal, y acercándose, le dió parte de que, en cumplimiento de las órdenes recibidas por el Capellan secretario, estaba dispuesta la litera y prontas las dos mulas, y que sólo aguardabą á la mujer que habia de venir eon el señor Cura. Contestóle el Cardenal que en cuanto lHegase se abocase con D. Abundo, y que todo quedase despues á disposicion de este y del señor del castillo, á quien apretó de nuevo la mano, diciendo: «Cuidado, que os aguardo.» Volvióse luégo á saludar con la cabeza à don Abundo, y tomó el camino de la iglesia: siguióle el clero, quedándose solos en la pieza los dos compañeros de viaje.

Cabizbajo y meditabundo estaba el caballero anónimo, deseando que llegase el momento de ir á sacar de pena y de la cárcel á su Lucía, suya ahora en sentido muy diverso del dia anterior: y su rostro expresaba cierta agitacion fntima, que al medroso D. Abundo podia muy bien parecer cosa de mal agüero: por esto le miraba y remiraba, deseando entablar una conversacion amistosa. «Pero ¿cómo empezaré? decia para sí; ¿qué le diré?... Me alegro... Y de qué? ide que, habiendo sido hasta ahora un demonio, os hayais decidido á ser hombre de bien como los demas?...

No: el cumplimiento no me parece muy lisonjero... cualquiera que sea el tonillo que dé á las palabras, el me alegro no pega. Por otra parte, ¿será verdad que se haya convertido tan de repente?... ¡Son tantas las demostraciones falsas que se hacen en este mundo, y por tantos motivos!... ¿Qué sé yo? ¡Lo peor es que me toca ir con él á ese maldito castillo! ¡Qué apuro! ;Quién me lo hubiera dicho esta mañana! Si salgo bien de ésta, no ha de querer oirme la señora Perpetua por haberme hecho venir aquí, cuando no habia necesidad alguna, siendo fuera de mi feligresía. Que todos los párrocos, áun de más léjos, han venido, que no habia yo de ser ménos que los demas. Y qué sé yo qué? ¿qué sé yo cuándo? metiéndome así en este pantano. ¡Qué desgracia!... Sin embargo, algo es necesario decir á este hombre;» y cuando ya pensaba decirle: «Nunca pensé tener la fortuna de hallarme en tan respetable compañia,» entró el mayordomo del Arzobispo con el Cura párroco del pueblo, el cual avisó que ya estaba la mujer en la litera, y se vol-