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que nada hubiera perdido en traerla él mismo: y además, si está tan contrito, si se ha vuelto un santo padre, ¿para qué me necesita á mí? ¡Qué embrollo es este! Basta: ¡quiera Dios que la cosa sea así! Habrá sido para mí una molestia grande, pero ¡paciencia! me alegraré por esa pobre muchacha.

Precisamente ha de haberse visto en grande apuro. ¿Quién sabe lo que habrá sufrido? Le tengo lástima; pero ha nacido para mi condenacion... Quisiera ver el corazon de ese hombre, ver cómo piensa: ¿quién puede comprenderle? Ya parece un San Antonio en el desierto, y ya el mismo, el mismísimo Holofernes. ¡Desgraciado de mí! En fin, el cielo tiene obligacion de salvarme, pues no me he metido en esto por capricho mio.

Con efecto, se veian en la cara del caballero pasar los pensamientos como en un temporal pasan las nubes delante del sol, alternando á cada momento una luz brillante con una melancólica oscuridad. Su ánimo, lleno todavía de las suaves palabras del Arzobispo, y como rejuvenecido, se elevaba á las ideas de misericordia, de perdon y de amor; pero caia luégo agobiado bajo el peso de su vida pasada.

Recorria su memoria para indagar cuáles eran las iniquidades que podia reparar, cuáles podia cortar desde luégo, cuáles eran los remedios más expeditos y seguros; ¿cómo desbacer tantos nudos, y qué hacer de tantos complices? Marchaba á aquella misma expedicion, á pesar de ser la más fácil y la más inmediata, con un deseo acibarado en pensar que entretanto sabe Dios lo que sufriria aquella inocente criatura, y que él mismo, no obstante estar resuelto á ponerla en libertad, era quien la oprimia. Cađa vez que se duplicaba el camino se volvia el mozo para que le indicase el que debia seguir, y él se le señalaba con la mano, haciéndole señas al mismo tiempo de que acelerase ei paso.

Entraron por fin en el valle. ¡Cómo estaba el pobre don Abundo al encontrarse en aquel célebre sitio, de que habia oido contar tantas historias espantosas! ;al ver en carne y huesos los bravos de Italia, hombres sin temor ni misericordia, y dar á cada momento con dos 6 tres de ellos! Saludaban con sumision á su señor; pero viendo D. Abundo sus caras de 3olor de bronce, sus bigotazos retorcidos y aquellos ojos amenazadores, se le figuraba que les oia 'decir: cortémosle las alas á ese cuervo; por manera que en un momento de gran consternacion llegó á pensar si se lo habria merecido.

Entretanto, iban caminando por un sendero quijoso en la llos bombres tan famosos, la flor y la nata de