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orilla del torrente, presentándoseles por un lado escarpadas y ferruginosas rocas, y por otro una poblacion å la cual pudiera preferirse un desierlo.

Cuando pasaron delante de Malanoche, habia bravos á la puerta, que saludaron sumisamente á su señor, mirando á su compañero y la litera. Esta canalla no sabia qué pensar.

Si habia llamado su atencion la salida extraordinaria de su amo solo, por la mañana, no les causaba méros admiracion su regreso.-¿Si será una presa la que conduce?-decian para sí;-¿pero cómo la habrá hecho solo? ¿Qué significará esa litera que no es de casa? Y de quién será esa librea? Miraban y miraban, pero nadie se movia; porque esta era la órden que les daba su aino sin más que mirarlos.

Acaban por fin de subir, y los bravos que se hallan en la plazuela y la puerta, se retiran de uno y otro lado para dar paso á la comitiva. Su amo les hace seña de que no se muevan; aprieta las espuelas, pasa delante de la litera, indica á D. Abundo y al mozo que le sigan, entra en un primer patio, pasa al otro, se acerca á una portezuela, y haciendo con una seña que se retire un bravo que se adelantaba para tenerle el estribo, le dice: «Quédate alli, y que nadie se acerque.» Se apea, y con la brida en la mano se llega á la litera, y á la mujer que ya habia corrido la cortina, le dice en voz baja: «Consoladla; haced que sepa que ya está libre y entre gente amiga, y Dios os lo pagará.» Manda luégo al mozo que abra y ayude á la mujer á bajar; se acerca despues á D. Abundo, y con semblante sereno, cual nunca le vió, ni creyó el mismo D. Abundo que pudiese tenerle, como que se notaban en él los efectos de la buena obra que iba á hacer, le da la mano para que se apee, diciéndole tambien de quedo: «Señor Cura, yo no le pido que me perdone la molestia que sufre por mi causa: usted lo hace por uno que paga bien, y por esa infeliz muchacha.»

Volviósele con estas palabras el alma al.cuerpo á don Abundo, el cual, dando un suspiro que le bullia de mucho tiempo en el pecho sin encontrar salida, contestó con voz balbuciente: «;Señor! ¡vos me confundis! pero... pero...»

y admitida la mano que con tanta urbanidad le ofrecia, se descolgó lo mejor que pudo de su mula. Tambien las riendas de esta tomó el señor del castillo, y con las otras las entregó al mozo de la litera, mandándole que se aguardase.

Sacó luégo del bolsillo una llave, abrió la puerta, hizo entrar al Cura y á la mujer y entró él tambien: echó á andar delante de ellos, y llegando los tres á una escalerita, subieron guardando el mayor silencio.