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atencion, y despues de haber dudado un instante si sería 6 no sería D. Abundo, se quedó atónila y con los ojos encandilados al reconocerle. Llegóse á ella la mujer, se reclinó, y mirándola con ternura, le cogió ambas manos como para acariciarla y levantarla al mismo tiempo, y le dijo:

—Venga usted, querida mia, venga usted.

—Quién es usted?-preguntó Lucía; y sin aguardar la respuesta, se volvió otra vez á D. Abundo, que estaba de pié á dos pasos de distancia, con una cara igualmente de compasion, y clavando en éi de nuevo la vista, exclamó:- Es usted, señor Cura? ¿dónde estamos? ;Desgraciada de mí! He perdido el conocimiento?

— No, no,-contestó D. Abundo;-yo soy; no lo dudes:

anfmate, que venimos á sacarte de esta casa. Yo soy tu párroco, que expresamente monté á caballo con el fin de...

Lucía, como si en un instante hubiese adquirido todas sus fucrzas, se puso arrebatadamente de pié, y volviendo á fijar la vista en el cura y en la mujer, dijo:

—¿Conque es la Virgen la que os ha enviado aquí?

—Yo bien lo creo,-tespondió la buena mujer.

—Y podemos irnos al instante? ¿es eso cierto?-preguntó Lucia bajando la voz, y con tono de timidez y recelo.-Y toda aquella gente?-prosiguió como temblando de miedo.-Y aquel señor?... įaquel hombre?... bien me prometi...

—Aquí está él tambien,-dijo D. Abundo,-y ha venido con nosotros para eso; está esperando aquí fuera: vámonos presto, no hagamos aguardar más tiempo á una per- 8ona de su clase.

En esto, el mismo caballero empujó la puerta, y entró incorporándose con los demas. Lucía, que poco ántes no sólo deseaba verle, sino que, como no tenía esperanzas en otra persona alguna, hubiera querido que él sólo se presentase, habiendo ahora visto rostros conocidos y oido acentos amigo3, no pudo librarse de cierta repugnancia momentánea, y asf se estremeció, detuvo el aliento y abrazó á la buena mujer, ocultando la cara en su seno. El mismo caballero, que desde luego quedó parado al ver aquel rostro, en el cual la noche ántes apénas habia podido fijar la vista, aquel rostro pálido y abalido por las penalidades y la abstinencia, al advertir ahora aquella demostracion de temor, bajó los ojos, quedóse un instante inmóvil y mudo, y contestando á lo que la infeliz no habia dicho:

—Es verdad,-exclamó,-perdóname!

—Viene á libertar á usted: ya no es el mismo; ya es