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otras cosas, y asf no le faltaba, con respecto á lo presento ni á lo porvenir, materia para incomodarsA.

Molestábale ahora más que cuando iba la incomodidad de aquel modo de viajar, al cual no estaba muy acostumbrado, especialmente en la hajada del castillo al valle. El mozo de la litera, obedeciendo al caballero, apresuraba la marcha de sus bestias, y como las dos mulas caminaban al mismo pas0, sucedia que en ciertos parajes más escabrosos, el pobre D. Abundo, como si le levantasen por detras, iba escurriéndose bácia delante; para sostenerse tenía que apuntalarse con la mano contra la silla; sin embargo, no se atrevia á pedir que anduviesen más despa+ cio, puesto que por otra parte deseaba salir cuanto ántes de aquella tierra. Además, en los puntos en que la senda estaba en una elevacion, ó en un ribazo, la mula, segun la costumbre de todas, andaba siempre, como si lo hiciese con intencion, por la parte de afuera, poniendo los piés en la misma orilla, por manera que D. Abu nuamente debajo de sí un salto, que por el miedo se le figuraba un precipicio. «;Tambien tú, decia en su interior á la bestia, lambien tú tienes el maldito vicio de ir á buscar los peligros cuando hay un camino tan ancho!» y tiraba de la brida con enfado al lado opuesto. Ya los matones no le causaban tanto respeto como ántes, pues sabía el modo de pensar del amo; pero decia allá para su coleto: «Si por desgracia llegase á divulgarse, miéntras estamos aquí, la noticia de esta gran conversion, ¿quién sabe cómo la entenderia esa canalla? ¿Quién sabe lo que sucederia? No podria ocurrirles que yo habia venido de misionero? ¡Dios me libre! Me hacian tajadas!...» Tampoco le daba ya cuidado el ceño del señor del castillo: conocia que era preciso para tener á raya á aquellos bribones: «No se necesila ménos, proseguia diciendo, ya me hago cargo; pero ¡fuerte cosa es que á mí me habia de tocar venir enire ellos!»

Llegaron por fin al pié de la cuesta, y cuando Dios quiso; salieron del valle. Serenóse la frente del caballero: el mismo D. Abundo puso una cara más natural, sacó un poco la cabeza de entre los hombros, estiró los brazos y las piernas, se puso tan erguido que parecia otro, respiró con más libertad, y con ánimo más sosegado se puso á reflexionar sobre otros peligros remotos.

«¿Qué dirá aquel salvaje de D. Rodrigo? ;Quedarse con un palmo de narices, cornudo y apaleado! ;Cuidado si le ha de escocer! Ahora es cuando se le lleva el diablo de vérasveia contí-