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mucho exámen, y que él sobre todo sería muy conocido.

Pensaba entónces tomar su escopeta, y oculto detras de un vallado aguardar si por casualidad pasaba por allí don Rodrigo solo. Gozándose en esta feroz idea, se figuraba haber llegado el anhelado momento, oir el estampido del arma, y ver á su enemigo caer y revolcarse en su sangre:

le echaba una maldicion, y marchaba á ponerse en salvo en la raya del pais veneciano. Y Lucia? A este recuerdo desaparecian los pensamientos ceriminales, y ocupaban su lugar los buenos principios á que Lorenzo estaba acostumbrado. Se acordó de las últimas palabras de sus padres; se acordó de Dios, de la Virgen y de los santos: se le presentó á la imaginacion el placer que habia experimentado muchas veces al considerar que no habia cometido delitos, y el horror que siempre le habia causado la noticia de un asesinato; y se despertó de aquel sueño de sangre con horror y remordimientos, y al mismo tiempo con cierta especie de gozo por no haber hecho más que imaginar semejante crimen. ¡Pero el recuerdo de Lucia qué distintos pensamientos no traia consige! Tantas esperanzas frustradas! ¡Tantas promesas fallidas! ;Un porvenir tan halagüeño! ¡Un dia tan anhelado! Por otra parte, ¿cómo anunciarle tan dolorosa noticia? Y sobre todo, ¿qué partido adoptaria? ¿Cómo se casaria con ella contra la voluntad y las tramas de aquel poderoso? En medio de estas reflexiones, le pasaba de cuando en cuando por la imaginacion, no una sospecha decidida, sino cierta sombra, que le atormentaba: porque, aunque no dudase de la fidelidad de Lucfa, le parecia muy extraño el arrojo de D. Rodrigo. Si tendrá Lucía algun antecedente? ¿Podria aquel malvado haber concebido tan infame designio sin que ella hubiese advertido cosa alguna? Y no decirle nada á él, á su novio? Sumergido en estos tristes pensamientos, pasó delante de su casa, situada en medio del pueblo, y se dirigió á la de Lucía, que se hallaba á la salida del mismo. Tenía la casilla un pequeño corral delante, cercado con pared que le separala de la calle. Entró Lorenzo en él, oyó en un cuarto alto ruido de voces confusas, y juzgando que serian vecinas y comadres que irian á dar el parabien á Lucía, no quiso meterse en aquella bulla con tan desagradable noticia en el cuerpo. Una niña que se hallaba en el corral, corrió á él gritando:

—¡El novio! ¡El novio!

—Calla, Belina, calla,-dijo Lorenzo:-escucha; sube al cuarto, y llamando aparte á Lucia, dile al oido, y sin que