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ludio acerca del término á donde cada uno de ellos se dirigia. Proseguian, sin embargo, su viaje, si no por la esperanza de mudar de suerte, á lo méncs para no votver bajo un cielo odiado, y no ver otra vez aquellos parajes de dolor y desesperacion, menos alguno que, extenuado por el hambre, espiraba en el camino, quedando allf como muestra aún más funesta para sus compañeros de infortunio, y como objeto de horror, y quizá de reconvenciones para los demas pasajeros. «Yo ví, dice Ripamonti, en el camino, alrededor de los muros, el cadáver de una mujer... Salíale de la boca hierba medio roida, y sus asquerosos labios hacian, al parecer, todavía nuevos esfuerzos de rabia. Tenía en los hombros un pequeño lio, y colgado del cuello con la faja á un niño que con sus vagidos pedia el pecho... Algunas personas compasivas que llegaron, recogieron á la infeliz criatura, llevándosela con el fin de buscar quien tomase á su cargo llenar con ella los deberes de madre.»

Ya no se veia aquella contraposicion de galas y de andrajos, de superfluidad y miseria, objetos tan comunes en los tiempos ordinarios: casi todo era ya miseria y andrajos, y si aún alguna distincion se notaba, era sólo la de una frugal mediania. Presentábanse los nobles y ricos con trajes sumamente modestos, y áun miserablemente vestidos algunos, porque las causas generales de la calamidad habian cambiado hasta aquel extremo su fortuna, ó arruinado del todo fortunas ya decadentes, y otros porque quizá temerian provocar con el fausto la desesperacion pública, 6 se avergonzarian de insultarla en tan espantosa siluacion. Los prepotentes, que tan altivos paseaban cn otro tiempo las calles con una ostentosa comitiva de bravos, marchaban ahora solos, cabizbajos, y casi en ademan de pedir misericordia. Otros, que áun en la prosperidad habian manifestado principios más humanos, estaban ahora coufusos, consternados y sobrecogidos al ver una serie de males que excedia no sólo á la posibilidad del alivio, sino casi à las fuerzas de la misma conmiseracion. El que tenia medios de socorrer se veia en la triste necesidad de distinguir entre hambre y hambre, y apćnas una mano piadosa se dirigia á la de un desgraciado, cuando se hallaba cercada de otros mil infelices: los que conservaban más fuerzas se adclantaban á pedir con más instancia; los extenuados, los viejos y los niños levantaban sus descarnadas manos, y las madres desde léjos enseñaban sus tiernas criaturas, que, liorando y mal envueltas en an-