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bien me entiendo. Haz lo que te digo, Lorenzo; véte á Leco, pregunta por el abogado Tramoya, y cuéntale... pero cuidado con que le llames así, porque ese es un mote. Debes decir al señor abogado... ¡qué diantre! ya no me acuerdo de su verdadero nombre: todos le llaman como te he dicho... No, no me acuerdo: en fin, preguntarás por aquel abogado alto, seco, calvo; con la nariz colorada, y un lunar en un carrillo...

—Le conozco de vista,-dijo Lorenzo.

—Pues bien,-continuó Inés,-jes un hombre como hay pocos! He visto yo várias personas más empantanadas que una carreta, y en media hora de plática de silla á silla con el abogado Tramoya (cuidado que no le llames asi) salir triunfantes con la suy:. Toma las cuatro gailinas (qué lástima!) á que pensaba yo torcer el cuello para la cena de esta noche, y llévaselas, porque con estos señores no con viene irse con las manos vacias. Cuéntale todo lo sucedido, y verás cómo en un santiamén te dirá lo que á nosotros no nos hubiera ocurrido en diez años.

Lorenzo adoptó gustoso el consejo, le aprobó Lucía, é Inés, ufana por haberie dado, cogió una á una las cuatro gallinas. juntó sus ocho piernas à manera de ramillete, las ató con un cordelito, y se las entregó á Lorenzo, que con palabras de esperanza dadas y recibidas salió por la portezuela del huerlo, para que no le viesen los muchachos que, esperando los confites, empezaban á gritar: «;El novio! jel novio!»

Atravesando campos y buscando atajos, iba Lorenzo pensando con ira en su desgracia, y ensayándose en lo que debia decir al abogado. Dejo al leetor hacerse cargo de cómo estarian aquellos cuatro animalitos con las piernas atadas y la cabeza colgando, en las manos de un hombre que, agitado por su pasion, acompañaba con gestos los pensamientus que pasaban á montones por su mente; y en ciertos momentos de enojo y desesperacion, extendiendo con violencia los brazos, les daba terribles sacudidas, y hacía saltar aquelas cuatro calbezas pendientes, las cuales miéntras tanto se entretenian en darse sendos picotazos, como con harta frecuencia suele suceder entre compañeros de desgracia.

Llegado Lorenzo al pueblo, preguntó por la casa del Aboga io; se la enseñaron, y se fué á ella. Al entrar se sintió sobrecogido de aquella cortedad que experimentan los pobres aldeanos cuando se acerean á un gran señor ó á un sabio. Se le olvidaron todos los discursos que habia ensa-