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yado en el camino; pero cobró ánimo al mirar las cuatro gallinas. Entrando en la cocina preguntó á la criada si se podria hablar con su amo: vió la mujer las aves, y como acostumbrada á semejantes regalos, les echó la mano, á pesar de que Lorenzo las iba retırando, porque queria quo el abogado supiese y viese que le llevaba alguna cosa. Llegó el amo al mismo tiempo que la criada le mandaba que entrase á hablarle. Hizo Lorenzo una gran reverencia al señor Licenciado, que le acogió con semblante halagüeño:

«Entra, hijo,» y le recibió en su estudio.

Era este un cuarto muy grande, y tan grande como destartalado: tres de las cuatro paredes estaban cubiertas con cinco 6 seis mapas antiguos y unas estampas alemanas sin marco, y tales que por su vejez, apénas se distinguia lo que representaban. Ocupaba la cuarta pared un estante de libros viejos, desarreglados y cubiertos de antiguo polvo.

En medio de la pieza habia una gran mesa con legajos de papeles, expedientes, súplicas, bandos y cosas semejantes:

detras de la nesa eslaba un gran sillon de vaqueta, cuya antigüedad no era menor que la de los demas muebles, que todos se reducian á lo expresado, y además cuatro sillas del mismo gusto alrededor de la mesa. El Abogado estaba en bata, esto es, llevaba una toga raida y sucia, que le habia servido muchos años ántes, cuando tenía que ir á Milan á defender alguna causa de importancia. Cerrỏ la puerta, y animó al jóven en estos términos:

—Vaya, hijo, di lo que se te ofrece.

—Quisiera consultar con usted en confianza cierto negocio.

—Aquí estoy,-dijo el abogado;-habla.

Y se sentó en el sillon nonagenario. Lorenzo, de pié de- Jante de la mesa, dando vueltas con la mano derecha al sombrero, que tenía en la izquierda, empezó diciendo:

—Quisiera saber de usted, que ha estudiado...

—Dime tu asunto sin preámbulos,-interrumpió el Abogado.

—Usted perdonará, señor Abogado, porque nosotros los pobres no sabemos hablar bien. Quisiera, pues. saber...

—iQué gente esta! todos sois lo mismo: en vez de exponer el negocio sencillamente, quereis preguntar, porque teneis alla en la cabeza vuestras manías.

—Quisiera saber, señor Abogado, si hay alguna pena para el cura que se negase hacer un casamiento.

—Comprendo,-dijo el Abogado, que nada habia comprendido.