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CAPÍTULO XXX.

Aunque la mayor concurrencia no venía del lado por el cual se acercaban nuestros fugitivos, sin embargo, en la segunda mitad del camino principiaron á encontrar compañeros de viaje y de desgracia, que saliendo de sendas y atajos, entraban en el camino principal. En semejantes casos todos los que se encuentran se hacen conocidos. Cada vez que el carro encontraba algun viajero, se entablaba una conferencia de preguntas y respuestas reciprocas. Unos habian escapado como los nuestros, sin aguardar la llegada de los soldados; otros habian oido las cajas y los timbales, y otros los habian visto, y los pintaban con los colores que les sugeria su atemorizada imaginacion.

—Por fin no somos tan desgraciados,-decian las dos mujeres.-Demos gracias á Dios: aunque se pierda algo, al ménos estamos fuera de riesgo.

Pero D. Abundo no juzgaba que hubiese tantos motivos para cantar victoria: por el contrario, aquella concurrencia empezaba á dar márgen á sus cavilaciones.

—Me parece que lo erramos!-decia entre dientes á las mujeres, cuando nadie habia delante.-¡Lo erramos sin duda! ¿No os haceis cargo de que reuniéndose tanta gente en un punto, equivale á llamar alí los soldados? Todos ocultan, todos se llevan cosas, y como nada queda en las casas, se figuran que aquí hay el oro y el moro. Me parece que no nos escapamos. ¡Dios mio! jen dónde me he metido!

—¿Cómo han de venir aquí?-decia Perpetua:-tienen que seguir su camino, y luégo yo he oido siempre decir que en los riesgos es mejor ser mucha gente.

—Mucha gente,-replicó D. Abundo.-¡Pobre tonta! ¿No sabes que cada Lanziquenesco se come ciento de estos infelices? Y dado caso que quisiesen hacer la locura de resistirse, es en verdad cosa muy agradable hallarse en una batalla... ¡Desgraciado de mí! Ménos mal hubiera sido marcharnos á la sierra. No es mala extravagancia querer ir todos á un mismo paraje... ¡Imprudentes!-decia en voz baja.-Todos aquí!... junos tras de otros, lo mismo que carneros!...