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casas, otros en componer lo mejor que podian puertas y ventanas, y otros en grupos lamentando su suerte, y al pasar el coche, manos tendidas á uno y otro lado pidiendo limosna.

Con semejante espectáculo, ya delante de los ojos, ya en la imaginacion, y con el temor de hallar lo mismo en su casa, llegaron al pueblo, y efectivamente se ençontraron con lo que recelaban.

Inés mandó poner los líos en un rincon del patiecillo que era lo ménos sucio de la casa, se puso luégo á barrerla y á reunir y arreglar lo que le habian dejado. Llamó despues á un carpintero y á un herrero para que compusiesen puertas, ventanas y cerraduras, y desenvolviendo en seguida el lienzo, y contando á solas sus escudos, exclamaba para sí:

—A la verdad yo he nacido de piés. ¡Benditos y alabados sean para siempre el Señor y la Vírgen santísima! ¡Y bendito sea tambien el tal caballero! Si, ¡yo he nacido de piés! D. Abundo y Perpetua entran en su casa sin necesidad de llaves. A cada paso que adelantan en el zaguan sienten un tufo, un hedor que los rechaza. Con las manos en las narices llegan hasta la puerta de la cocina, entran de puntillas, para poner los piés en los parajes ménos sucios, entre la hedionda paja que cubre. el suelo: dan una mirada en rededor, y nada encuentran entero, sıno fragmentos de lo que hubo, y por todas partes tiestos y plumas de las gallinas de Perpetua, andrajos y hojas rotas y sucias de los calendarios de D. Abundo. Tambien en el fogon habia indicios de un vasto saqueo: manifestábalo la multitud de tizones apagados, graudes y pequeños, que fueron brazos de sillas, piés de mesas, trozos de puertas, postigos de ventanas, hojas de armario, banquillos y tablas de cama, y duelas del barrilito del vino que confortaba el estómago de don Abundo. Lo demas eslaba convertido en ceniza y carbones, con los cuales la soldadesca, para indemnizar á los dueños, habia pintarrajeado las paredes con mamarrachos que, por sus bonetes cuadrados y vestidos talares, figuraban ser curas, habiendo puesto su mayor cuidado en hacerlos ridículos y horribles, intento en que no podian dejar de sobresalir semejantes artistas.

—jAh, cochinos!-exclamó PerpetuaiQué canalla!-exclamó D. Abundo.

Y los dos como huyendo salieron por la puertecilla que caia al huerto. Respiraron un poco, y en seguida se diri-