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| acudieron otros capuchinos con los cargos de sobrestantes, confesores, auxiliantes, enferineros, cocineros, lavanderos y todo lo demas que el caso requeria. Siempre activo, aunque fatigado, recorria el padre Félix de dia y de noche los portales, las salas y los aposentos, armado á veces de un baston, y otras de sólo su cilicio. Alentaba y arreglaba las ocupaciones, sosegaba los tumultos, oia las quejas, amenazaba, castigaba, reconvenia, animaba, y vertia lagrimas. Al principio contrajo la peste, y curado, volvió con igual esmero y empeño á sus antiguas ocupaciones, al paso que sus cohermanos perdieron casi todos la vida con alegre conformidad.

A la verdad semejante dictadura era un recurso tan extraordinario como la calamidad y los tiempos; y aunque no tuviéramos de ellos más noticia que ésta, bastaria para darnos una idea de una sociedad bien ruda y mal organizada; pero cl ánimo, los servicios y el sacrificio de aquellos frailes no son ménos dignos de que se haga mencion de ellos con aquel respeto, ternura y especie de agradecimiento solidum que excitan los grandes servicios prestados por uros hombres á otros hombres. Morir por hacer bien es cosa heroica y sublime en todo tiempo y en cualquier órden de cosas. «A no haber sido por estos religiosos, dice Tadino, hubiera perecido sin duda alguna toda la ciudad, porque fué casi un milagro el haber hecho estos padres en tan poco tiempo tantas cosas en beneficio del público, pues sin haber recibido de la ciudad auxilio alguno, ó al énos muy cortos, con su industria y prudencia mantuvieron en el Lazareto á millares de pobres.»

Ya la obstinacion en negar la existencia de la peste iba naturalmente cediendo en el público á medida que la enfermedad se extendia á ojos vistas por el contacto y el trato, tanto más, cuando despues de haber acometido por algun tiempo sólo á los pobres, empezó á invadir á las personas más conocidas; y como entre éstas fué entónces la más notab!e el protomédico Settala, merece tambien ahora que se haga mencion expresa de él. ¿Quién sabe si con esto á lo ménos dirian: «el pobre viejo tenia razon?.

Cayeron enfermos de la peste el mismo protomédico, su esposa, dos hijos y siete criados; y menos el anciano y uno de los hijos, todos murieron. «Estos casos, dice el citado Tadino, sucedidos en las casas principales de la ciudad, dieron en qué pensar á la nobleza y al pueblo; y los médicos incrédulos y la pl-ble ignorante y temeraria empezaron á fruncir los lalbios, apretar los dientes y arquear las cejas.»