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Pero los trastornos, los males y las venganzas, digámosło así, de la terquedad convencida son tales en algunas ocasiones, que pueden justificar el deseo de su triunfo contra la evidencia; y esta fué una de ellas. Los que habian negado tenazmente y por lanto tiempo que existia un gérmen de enfermedad capaz de propagarse y causar estragos por medios naturales, no pudiendo ya negar su propagacion, y no queriendo atribuirla á diclos medios, pues hubiera sido confesar á un mismo tiempo una torpe equivocacion y una gran culpa, se hallaban muy dispuestos à suponer cualquiera oira causa, y á dar por buena y sólida la primera que se propalase. Por desgracia, una existia en las ideas y tradiciones, comunes entónces, no sólo en Italia, sino en toda Europa; tales eran las artes venenosas y los maleficios, siendo general opinion de las gentes que la peste se introducia por medio de hechizos y envenenamientos. Ya estas cosas ú otras semejantes se habian creido en varios contagios, y con especialidad en el que se verificó en Milan cineuenta años antes. Añadian que desde el anterior habia llegado un pliego del rey Felipe IV al Capilan general, en que, avisándole que se lhabian escapado de Madrid cuatro franceses, á quienes se trataba de prender por sospechas de que esparcian ungüentos venenosos y pestiferos, se le encargaba que csluviese sobre aviso por si acaso llegasen á Milau; y que el Capitart general habia comunicado el pliego al Senado y á la Junta de Sanidad. Sin embargo, por entónees no se hizo gran uso del aviso; pero desarrollada y confesada la peste, el recuerdo de aquel pliego pudo servir para confirmar ó adoptar la vaga sospecha de tal maldad, ó acaso ser la primera ocasion de excitarla.

Pero dos hechos, el uno de ciego y desaforado miedo, y el otro de no sé qué fatalidad, convirtieron aquella sospecha indeterminada, de un atentado pusible, en una sospecha de un atentado positivo, y en muchos en la certeza de una real y verdadera maquinacion. Algunos, á quienes en la tarde del 17 de Mayo pareció haber visto que varias personas iban untando en la catedral ciertas tablas que servian para separar los bancos de los hombres de los de las mujeres, las hicieron sacar por la noche con muchos bancos encerrados en aquel recinto, á pesar de haber el presidente de la Sanidad dispuesto para aquietar imaginaciones exaltadas, y más bien por exceso de precaucion que por necesidad, que bastaba con que las tales tablas se lavasen.

Es de advertir que préviamente las habian reconocido, sin