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las confesiones de los acusados, no siempre arrancadas por el tormento, contribuyeron no poco á promover y arraigar la opinion que reinaba sobre el particular; porque cuando una opinion extendida reina largo tiempo, se expresa de todos modos, busca todas las salidas, corre por todos los grados de la persuasion, y es dificil que todos ó los más crean que se ejecuta una cosa extraña, sin que aparezca alguno que se persuada que la hace él mismo.

Entre los cuentos á que dió origen aquel delirio de los untamientos, hay uno que merece referirse por el crédito que adqu:rió, y lo que se propagó por todas partes. Contábase, no por todos de un mismo modo (que entónces sería demasiado privilegio para una fábula), pero con corta diferencia, que una persona habia visto cierto dia pararse en la plaza de la Catedral un coche con seis caballos, y en él con gran comiliva un personaje de noble aspecto, pero ceñudo y de color cobreño, los ojos encendidos, el cabello erizado y ademan amenazador. Convidada la indicada persona á melerse en el coche, lo verificó, y despues de haber atravesado unas cuantas calles, se hizo alto á la puerta de un gran palacio. Allí bajó del coche, y habiendo entrado con los demas en el palacio, encontró amenidad y horrores, desiertos y jardines, calabczos y magnificos salones, y en ellos fantasmas sentadas en conferencia. Ultimamente, le enseñaron grandisimos cajoncs de dinero, diciéndole que tomase la porcion que apeteciese, y al mismo tiempo si queria admitir un bote de ungüento para ir untando por la ciudad, á lo que habiéndose negado, se encontró de repente en el mismo paraje de donde le habian sacado.

Esta historia, creida en general, y no suficientemente puesta en ridiculo por alguuos sabios, corrió por toda la İtalia y fuera, y en Alemania se sacaron estampas de ella.

El elector arzobispo de Maguncia escribió a! cardenal Borromeo preguntándole qué era lo que debia creerse de los portentos que se contaban de Milan, y la contestacion fué qua todos eran delirios.

De igual valor, aunque no enteramente de igual naturaleza, eran los sueños de los sabios; pero igualmente desastrosos sus efectos. Encontraba la mayor parte de ellos el anuncio y la causa de aquella calamidad en un cometa que apareció el año de 1628, y en la conjuncion de Saturno con Jú, iter, «inclinando dicha conjuncion, dice Tadino, sobre el año de 1630, con tanta claridad, que cada uno podia comprenderla: Mortales parat morbos, miranda videntur.» Esta prediccion, fabricada no sé cuándo ni de