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das eran hierbas crecidas en su ausencia. Acercóse á la entrada, que ya del portillo ni rastro siquiera habia, y echando una ojeada alrededor, cxclamó: «;Pobre viña!»

Durante dos inviernos consecutivos los vecinos del pueblo babian ido á bacer leña á ella. Cepas, moreras, frutales de toda especie, todo estaba arrancado, ó cortado desde el pié; sin embargo, quedaban todavía los vestigios del antiguo cultivo: nuevos sarmientos en filas interrumpidas señalaban todavía las maltratadas ringleras, y aparecian de trecho en trecho retoños de moreras, albaricoques, perales, higueras y otros frutales; pero ahogados y confundidos entre la espesa y enredada copia de ortigas, grama, zarzas y otras mil hierbas que los labriegos de todos los paí3es han clasificado á su antojo con la denominacion de malas hierbas.

No se detuvo Lorenzo largo tiempo en mirar aquel destrozo, y como su casa estaba inmediata, no pudo resistirse al ánsia de verla. Entró por el huerto, donde, como en la viña, crecian, en lugar de hortalizas y flores, plantas parásitas. Puso el pié en el umbral de uno de los dos cuartos bajos, y al asomarse, vió huir pavorosas con el ruido de sus pisadas, y cruzarse en várias direcciones, corpulentas ratas, notando al mismo tiempo un hedor insoportable que despedia una capa de paja podrida y hedionda, la cual tendida por el suelo, habia s rvido de cama á las tropas alemanas. Dió una mirada en rededor á las paredes, y las vió desconchadas, ahumadas y sucias; levantó los ojos al techo, y le halló cubierto de espesas y polvorosas telarañas.

No habia otra cosa. Salió echándose las manos al pelo, volvió por el huerto y por el mismo camino por donde habia entrado, y á los pocos pasos tomó una estrecha senda á la izquierda que conducia al campo, y sin encontrar alma viviente, llegó cerca de la casilla en donde pens aba parar.

Iba anocheciendo; estaba su amigo sentado en un banquillo á la puerta de su casa, con los brazos cruzados sobre el pecho, y los ojos clavados en el cielo, á manera de un hombre abatido por las desgracias, y embrutecido por la soledad. Volvióse al oir pisadas, miró quién era, y segun lo que le pareció ver entre dos luces y las ramas, se pus0 de pié, y con las manos levantadas, dijo en voz alta:

—Aquí estoy solo: ¿no hice bastante ayer? Déjame en paz, que tambien en eso harás una obra de misericordia.

No sabiendo Lorenzo qué queria decir, le contestó llamándole por su nombre.