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masa de habitantes, añadian un nuevo motivo de consternacion á las inquietudes de Lorenzo y contribuian á que fuesen más tétricos sus pensamientos.

Despues de haber permanecido algunos instantes en este estado de incertidumbre, tomó á la derecha á la ventura hácia la Puerta Nueva, que aunque inmediata, no podia descubrirla á causa de un baluarte que la ocultaba. A los pocos pasos principió á llegar á sus oidos un retintin de campanillas que por intervalos cesaba, y volvia á empezar, y luégo alguna voz humana. Caminó adelante, y al volver el ángulo del baluarte, la primera cosa que se le presentó en la explanada delante de la puerta, fué una casucha de madera, y á la puerta un centinela, apoyado en el mosquete con aire de cansancio y descuụido. Tenía á la espalda una estacada con una gran puerta, esto es, dos pilastras que sostenian un tejadillo para preservar del agua la puerta de madera, que estaba de par en par abierta, igualmente que el postigo. Pero á la sazon delante de la puerta se hallaba justamente un triste impedimento, á saber, una parihuela en el suelo, en la cual dos sepultureros colocaban á un pobre para llevársele, y era el principal de los guardas, á quien habia acometido poco ántes la peste. Paróse Lorenzo en donde estaba, aguardando el fin de esta ceremonia.

Acabada con la salida del cadáver, y no pareciendo nadie á cerrar el postigo, le pareció tiempo de hacer su ensayo.

Dirigióse apresuradamente á él; pero el centinela con un mal gesto le dijo: «;Eh!» Paróse Lorenzo en dos piés, y haciéndole del ojo, sacó una moneda, enseñándosela al descuido. El centinela, bien fuese por haber tenido ya la peste, 6 bien porque tuviese más cariño á la plata que miedo al contagio, le hizo seña de que se la echase, y viéndola caer á sus piés, dijo entre dientes: «Ea, pasa aprisa.» No aguardó Lorenzo á que se lo dijese dos veces; pasó la estacada, pasó la puerta, y marchó adelante sin que nadie lo advirtiese, 6 hiciese caso de él; pero apénas habria andado unos cuarenta pasos, cuando oyó detras otro grito de un guarda. A éste hizo que no oia, y en lugar de voalverse, aceleró el paso. «;Eh!» gritó de nuevo el guarda con una voz que indicaba más bien coraje que gana de hacerse obedecer, y viendo que el otro no hacía caso, se encogió de hombros, y volvió á su covacha, como hombre que tenía más interes en no acercarse demasiado á los pasajeros, que en preguntarles quiénes eran.

La calle, entrando por aquella puerta, corria entónces, como ahora, derecha hasta el canal llamado el Naviglio, y