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oyendo acercarse aquel ruido, ve asomar por la esquina de la iglesia á un hombre tocando una campanilla, y detras dos caballos que alargando el cuello é hincando las patas, venian arrastrando fatigosamente un carro de muertos, al cual seguian otros tres, yendo al lado de los caballos varios monatos que los arreaban á latigazos, golpes yvolos. Estaban los cadáveres la mayor parte en carnes, algunos mal envueltos en asquerosas sábanas, y todos amontonados y envueltos á manera de un grupo de culebras que lentamente se desarrollan al suave calor de la primavera. A cada tropiezo, á cada sacudimiento del carro, temblaban aquellas inanimadas masas, desarreglándose descompuestamente, y se veian cabezas quedar colgando, soltarse virginales cabelleras, y brazos pendientes ir golpeando sobre las ruedas, indicando á la vista, ya horrorizada, hasta qué punto podia aumentarse la repugnancia y fealdad de semejante espectáculo.

Entretanto, parado el jóven en aquel ángulo de la plaza, al lado de la barrera del canal, rezaba por aquellos muertos desconocidos, cuando de repente le ocurre un pensamiento terrible... «Si allí... si entre esos... ¡Ay Dios! no lo permitais: borrad, Señor, de mi imaginacion semejante idea.»

En cuanto desapareció el fúnebre tren, echó á andar Lorenzo y atravesó la plaza, tomando la calle de la izquierda á la orilla del canal, sin otro motivo para elegirla que el haber tomado los carros el lado opuesto. A los cuatro pasos tomó á la derecha el puente Marcelino, y por aquella tortuosa angostura fué á dar á la calle de Borgonovo; y mirando delante siempre con el objeto de hallar alguno de quien tomar lenguas, vió al otro extremo de la calle á un sacerdote en balandran, que con un baston en la mano estaba de pié arrimado á una puerta entornada, con la cabeza baja y el oido aplicado á la rendija, y poco despues le vió levantar la mano y dar la bendicion. Conjeturó que acababa de dijo en su interior: «Este es mi hombre. Si un cura en sus funciones no tiene un poco de caridad y de buen modo, será menester decir que ya nada de eso queda en este mundo.»

El cura, entretanto, habiéndose separado de aquella puerta, venía hácia Lorenzo, caminando con mucha precaucion por el medio de la calle. Así que Lorenzo estuvo á cuatro ó cinco pasos de distancia, se quitó su sombrero, le indicó que deseaba hablarle, parándose al mismo tiempo nfesar á alguno, como en efecto era así, y