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calle, y frente de ella, al lado del sitio en que se halla ahora San Francisco de Paula, una iglesia antigua con la denominacion de Santa Anastasia. Tal destrozo habia hecho en aquel punto la furia del contagio y la infeccion de los cadáveres, que los pocos habitantes que habian sobrevivido se vieron obligados á ausentarse; por manera que al paso que heria la vista del pasajero aquel aspecto de soledad y abandono, excitaban en su ánimo mil diferentes afectos las señales y las reliquias del pasado desastre.

Apresuró Lorenzo el paso, consolándose con la idea de que no debia estar tan inmediato el paraje á que se dirigia, y con la esperanza de que ántes de llegar á él, encontraria cambiada á lo ménos en parte la escena. En efecto, á los pocos pasos llegó á un punto que podia llamarse ciudad de vivientes; pero tambien, ¡qué ciudad! iy qué vivientes! Cerradas por sospecha ó por temor todas las puertas, á excepcion de las que, por deshabitadas ó por invasion, estaban de par en par abiertas, otras clavadas y selladas por fuera por haber en la casa gente enferma ó muerta de la peste, otras marcadas con cruces, hechas con carbon, para indicar á los sepultureros que habia muertos que recoger, y todo allí más expuesto á la ventura que en otra parte, segun el humor del comisario de Sanidad, ú otro dependiente que, encontrándose allí, quisiese ejecutar las órdenes, ó cometer vejaciones. Tropezábase por todas partes con vendas purulentas, paja apestando, sábanas y andrajos asquerosos, no pocas veces con cadáveres de personas muertas repentinamente en la calle, ó dejados en ella para que los recogiera un carro, ó caidos de los carros mismos, 6 arrojados por las ventanas. ¡Tal era el estado de embrutecimiento á que habia reducido los ánimos la perversidad é insistencia del contagio, extinguiendo en ellos todo estimulo de compasion y de respeto social! Cesado todo estrépito de talleres, todo ruido de coches, todo pregon de vendedores, todo murmullo de gente, rara vez sucedia que interrumpiese aquel mortal silencio otra cosa sino el rechinar de los carros fúnebres, las quejas de los mendigos, los lamentos de los enfermos, los grilos de los frenéticos y las voces de los sepultureros. Al amanecer, al mediodía y al anochecer, daba una campana de la catedral el aviso para rezar ciertas oraciones dispuestas por el Arzobispo: respondian á aquella señal las campanas de las demas iglesias, y entónees era de ver asomarse las gentes á las ventanas y rezar en comun, y era de oir un susurro