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juventud, ofrecia rastros de una hermosura no destruida, pero alterada por los rigures de una profunda afliceion y una mortal languidez, de aqueila hermosura suave, pero majestuosa, que brilla en el suelo de la Lombardia. Caminaba con fatiga, mas no con abandono; lágrimas no salian de sus ojos; pero en ellos se veian las señales de haberlas derramado sin consuelo. Notabase en su dolor un no sé qué de sublime y de profundo, que indicaba un alma capaz de arrostrarle. Pero no era sólo su aspecto lo que en tanta suma de males excitaba tan particularnente la conmiseracion y reenimaba en su favor este sentımiento ya casi embotado en los corazones. Tenia en los brazos una niña de unos nueve años de edad, muerta, pero compuesta con esmero, el cabello dividido en la frente, el traje blanco, cual si estuviera ataviada para una fiesta de largo tienpo prometida como premio.

Teniala, no tendida, sino sentada en el brazo izquierdo, arrimada á su pecho, como si estuviese viva, sino que só!o una manecita blanea como la cera colgaba de un lado sin movimiento, descansando la cabeza subre el hombro de la madre con un abandono distınto del del sueño: he dicho de la madre, pues áun cuando la semejanza de los rostros no hubiese acreditado que lo era, lo habria dado á conocer el dolor que expresaba en el suyo.

Se acerca à la mujer un zafio sepulturero en acto ce quitarle de los brazos aquel peso querido, con una especie de involuntaria irresolucion y desaecstumbraio respeto; pero retirándose la mujer algun tanto, sin nianifestar sin embargo ni desprecio ni enfado: «No, dijo: no la toqueis ahora; quiero co'ocarla en el earro yo misma; tomad:» diciendo esto, abrió la mano, enseñó un bolsillo, y lo dejó caer en la que le alargó el monato, prosiguiendo en estos términos: «Prometedme que ni una hiiacha le quitareis de lo que tiene encima, ni permitireis que otro la toque, enterrándola asi como se halla.»

Púsose el monato la mano al pecho, y luégo apresurado y casi obsequioso, no tanto por la inesperada propina, como por un sentimiento de conmiseracion para él nuevo, se esmeró en hacer un poco de lugar en un carro, donde poner á la niña difunta. Despues de dar á ésta la mujer un beso en la frente, la colocó en aquel sitio como en una cama; compuso bien su ropilla, tendió sobre ella un lienzo blanco, y dijo: «;Adios, Cecilia! ;Descansa en paz! Tambien nosolros iremos esta noche para no separarnos nunca.

Ruega, en tanto, por nosotros, que yo rogaré por ti y por 30