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venido á metérsele entre los piés... Más adelante ya el camino estaba desembarazatlo; pero detras sonaban más fuertes y más repetidos los desagradables gritos: «Un un-, tador! jA él! ¡A él!» sintiendo Lorenzo al mismo tiempo acercarse las pisadas de los que más ligeros le perseguian.

Con esto se convirtió la ira en rabia, y la angustia en desesperacion: púsosele una venda delante de los ojos; echó mano de su gran cuchillo, le desenvainó, paróse, tomó una postura de valenton, volvió la cara con más ceño y más fiera que nunca, y con el brazo tieso, blandiendo en el aire el reluciente acero, gritó con voz ronca, diciendo:

—El que sea guapo, que se acerque, ¡canalla! que yo le untaré de véras con este hisopo.

Pero vió con admiracion, y no sin placer, que ya sus perseguidores se habian parado á cierta distancia, y que gritando todavía, hacian con las manos levantadas señas á genle l jana detras de él. Volvióse y vió delante de sí, y no muy distanle, lo que la tui bacion no le habia permitido ver un momento ántes, á saber, un carro qe venía hácia él, 6 por mejor decir, una hilera de aquellos carros fúnebres bien conocidos con su acostumbrada comitiva, y más allá otro grupo de gente, que tambien deseaba echarse encima del untador y cogerle en medio, en cuanto dejase de impedirselo el mismo estorbo. Viéndose de esta manera entre la espada y la pared, le ocurrió que lo que para aquella gente era un objeto de terror, pudiera ser para él un medio de salvamento: pensó que no era tiempo de andarse en delicadezas; envainó su cuchillo, se retiró á un lado, tomó carrera hácia los carros, pasó el primero, advirtió en el segundo un buen espacio desocupado, midió el tiempo, pegó un brinco, y se quedó arriba plantado sobre el pié derecho, el izquierdo en el aire, y los brazos en alto.

—¡Bravo! ;bravísimo!-exclamaron á una voz los sepultureros, de los cuales unos seguian á pié el convoy, otros iban en los carros, y otros (;cosa horrible!) sentados sobre los misinos cadáveres, chiflaban con un gran frasco que daba la vuelta á la redonda.-¡Hermoso salto!

—¿Has venido á guarecerte bajo la proteccion de los monatos?-le dijo uno de los que iban en el carro.-Cuenta que estás tan seguro como en la iglesia.

Al acercarse el tren, la mayor parte de los enemigos volvió las espaldas, y se marchaban sin dejar no obstante de gritar: «/Al untador! ;cogerle! Algunos, sin embargo, se retiraban con más lentitud, y de cuando en cuando se