la cama, y murió como un héroe de tragedia, tomándola con el cielo y las estrellas.
¡Y su famosa biblioteca? Anda quizá dispersa todavía por los puestos de los que venden comedias y romances.
CAPITULO XXXVIII.
Una tardecita oye Inés parar un carruaje á la puerta de su casa. «;Ella es!» exclama, y efectivamente era Lucia con la buena viuda. La acogida por una y otra parte, y las recíprocas demostraciones de afecto, dejo que el lector se las figure.
La mañana siguiente llega Lorenzo sin saber lo que habia sucedido, y sin otro objeto que el de quejarse de la tardanza de Lucía. Se deja tambien á la imaginacion del lector lo que hizo, y lo que dijo al verla. Las demostraciones de Lucía fueron tales, que no se necesitan muchas palabras para referirlas.
—iDios te guarde! ¿Cómo estás?-fué lo único que le dijo con los ojos bajos y sin agitacion.
Ni se crea que á Lorenzo este modo le pareciese frio y le incomodase. Supo entender la cosa; y así como entre gentes de educacion se sabe dar su verdadero valor á los cumplimientos, del mismo modo comprendia Lorenzo cómo debian entenderse aquellas palabras. Por otra parte, es fácil conocer que Lucia tenía dos modos de proferirlas: uno para Lorenzo y otro para los demas conocidos.
—Yo estoy siempre bien cuando te veo,-contestó el jóven con una expresion que venia de molde.
—Nuestro pobre padre Cristóbal... reza por su alma, á pesar de que se puede asegurar que él es quien ruega por nosotros allá arriba.
—Bien me lo temia yo,-dijo Lorenzo.
Y no fué esta la sola tecla desagradable que se tocó en aquel coloquio; pero cualquiera que fuese la materia de que se tratase, el diálogo siempre le pareció delicioso. Como aquellos caballos resabiados que se obstinan y plantan sin querer ir adelante, levantando un pié, luégo otro, y volviendo á plantar los dos en el mismo paraje, y hacen mil ceremonias ántes de dar un paso, hasta que de repente to- 33